Capítulo 2.
Primera parte.
Sistema
Solar, sector 001
Desde el puente del superdestructor Conqueror se podía ver la destrucción de
las naves de la Flota Estelar. Como en las anteriores batallas el fuego de los cañones de iones había hecho
mella en las defensas, dejando a las naves sin escudos e indefensas contra los
disparos de los turbolásers.
Fragmentos de secciones de casco arrancadas, barquillas mutiladas, llamas que
consumían el poco oxígeno que aún quedaba entre las cubiertas era el dantesco
panorama que se extendía frente a la fuerza naval imperial, era lo que quedaba
de la fuerza más poderosa que había defendido la Tierra, el corazón de la
Federación.
– ¡La batalla es nuestra! – dijo
jactancioso el gran almirante Gorden desde el extremo del puente.
–
Es el momento de dirigirnos a la Tierra – sugirió la voz de gran moff Daran detrás del
almirante, que se giró molesto por aquella intromisión. Era un hombre joven seguro
de sí mismo, criado en el Nuevo Orden
para servir la voluntad del Emperador, cuya voz mostraba que estaba
acostumbrado a mandar y a ser obedecido y vestido con un uniforme gris olive
impecable.
–
Aquí ya no nos necesitan – contestó este tragándose su orgullo. Le hubiera
gustado ver la completa destrucción de la arrogante Flota Estelar. Pero había
llegado a donde se encontraba, vestido con el resplandeciente uniforma blanco
de gran almirante, porque sabía obedecer a los hombres como Daran, quienes
tenían todo el apoyo del Emperador y su maquinaria de terror.
Los
dos hombres cruzaron la pasarela que atravesaba el foso de mando del
superdestructor y se dirigieron hacia las consolas de comunicaciones, donde el
capitán Crol coordinaba los mensajes que llegaban y salían de la nave insignia
imperial.
–
Replieguen la flota, que los grupos de batalla del Pulsar y el Sakrug rematen
la victoria – ordenó Gorden–. Que el resto de naves se dirijan a sus objetivos
en el sistema Solar, informe al Icon
que ha de sustituir al Dangerous en Marte, informe al vicealmirante
Allen y el Upholder se unan a
nosotros en la órbita a la Tierra.
–
Sí señor – replicó Crol girándose hacia los operarios.
–
Recuerden al Pulsar que ha de recoger
a todos los supervivientes – puntualizó Daran sin que su tono denotara
importancia girándose hacia Gorden –. El almirante Vantorel ya ha enviado su
informe. Cardassia ha caído
al igual que la Base Estelar 375
y Deep Space Nine con Bajor. Todo tal y como estaba
previsto.
–
Con estas victorias los sectores más importantes de la Federación ya están en
nuestras manos – se jactó Gorden.
–
Envíe un mensaje al almirante Vantorel con mi enhorabuena – indicó Daran a uno
de los oficiales que supervisaban las comunicaciones, que miró a Gorden con
cierta sarcasmo –. ¿Y supongo que con la suya también?
–
Por supuesto – contestó este entre dientes que no pudo ocultar su expresión de
desagrado.
Daran
conocía el desprecio que el gran almirante sentía hacia Vantorel. En este se
mezclaba la envidia que sentía hacia alguien mucho más inteligente que él.
Gorden no era tan estúpido como para no reconocer la superioridad de Vantorel y
sentía algo tan natural como el amor o el odio: celos. Junto al prejuicio que
tenía, como buen oficial de la Arma Imperial a todo lo que no fuera humano y
Vantorel solo lo era en una mitad. Lo cual era aún peor que ser un alienígena,
era un mestizo, una estirpe mezclada y que ensuciaba a la humanidad. Lo primero
que había ordenado Gorden, cuando le eligieron responsable militar de la
operación, había sido apartar a Vantorel del puesto de jefe de estado mayor que
había ostentado y desde el cual había planeado la invasión. El nombramiento de
Gorden era político, el alto mando de la marina quería a alguien de los suyos
para liderar la invasión, por eso mismo Daran no había podido revocar la orden.
Pero sí había logrado recolocar a Vantorel al frente de una de las grandes
formaciones de ataque durante la invasión. Desde entonces le encantaba irritar
a Gorden mencionando a Vantorel, porque el gran almirante sabía que si quería
seguir respirando era mejor guardarse cualquier desacuerdo con el gran moff.
–
El Carida informa que la última bolsa
de resistencia en el Imperio Klingon ha sido erradicada en Boreth – dijo uno de los oficiales de puente.
–
¡Por fin! Que no pierda más el tiempo en poner rumbo a la Federación para
iniciar el ataque sobre sus objetivos asignados, llevamos muchos retraso sobre el plan previsto – le ordenó Daran, luego se
detuvo e inclinó la cabeza hacia el oficial de la marina que estaba a su lado
–. Con el permiso del gran almirante Gorden, claro.
–
Envíe las órdenes – confirmó este.
–
La Flota está lista señor – informó Crol.
–
Prepárense para un salto hacia el interior del sistema Solar – ordenó Gorden.
En
el exterior los destructores estelares se colocaron alrededor del Conqueror, junto al grueso de la flota formada por otras
naves más pequeñas desde los modernos cruceros Strike, hasta los veteranos Dreadnaught,
pasando por los Galeones estelares, fragatas y corbetas de diversas clases y
tipos. Mientras que los transportes de tropas llegaban desde su lugar de
concentración junto a Alfa Centauri.
Tras
recuperar a los cazas y bajo la orden del Conqueror,
activaron sus sistemas de hiperespacio e hicieron un pequeño salto hasta el
borde exterior del sistema solar.
–
Transmitan el siguiente mensaje por todas sus frecuencias de la Federación… –
indicó Daran –. Les habla el Gran Moff Daran del Imperio Galáctico. Cualquier
resistencia durante la ocupación del sistema será aplastada sin contemplación y
las represalias recaerán sobre la población civil. Desactiven todos los
sistemas defensivos y prepárense para rendirse. Cualquier otra actitud, será
considerará hostil y la población civil sufrirá las consecuencias. Se prohíbe
todo viaje espacial no autorizado por y fuera del sistema, cualquier nave que
viole esta condición será destruida. No será permitida ninguna comunicación
dentro o fuera del sistema. La violación de esta prohibición será castigada con
la muerte. Todos los derechos de los ciudadanos de la Federación, quedan
anulados.
Deep Space Nine
La
lucha se había extendido por las cubiertas inferiores. La mayor parte del
anillo exterior había caído, aunque la lucha proseguía en algunas zonas
aisladas sin demasiada esperanza. El anillo de viviendas estaba casi en su
totalidad en manos enemigas, así como todos los pilones de atraque. Estaban por
todas partes después que los intrusos se hubieran abierto camino cortando literalmente el casco por
toda la estación, equipados con armaduras fuertemente acorazadas que habían
dejado paso a pequeños grupos de asalto,
igualmente provistos de otras armaduras más livianas. Los equipos de seguridad
bajoranos y federales hacían todo lo que podía pero la resistencia pronto
cesaría, era inevitable, les superaban en número y lo peor de todo es que
parecían estar en todas partes. Al ver lo desesperado de la lucha Odo había
intentado abrirse camino hacia ops, pero todos los caminos parecían bloqueados.
Esquivando
los pasillos más grandes el condestable de la estación consiguió avanzar hasta
la promenade,
donde sus hombres habían luchado hasta el último aliento. Ahora el silencio se
había apoderado de ella, tan solo el rumor lejano de disparos y explosiones
perturbaba aquella fantasmal calma. Tirados por el suelo, apoyados en las
columnas o colgando de la pasarela superior estaban los cuerpos sin vida de los
combatientes. Mezclados había uniformes bajoranos, federales y los de los
enemigos enfundados en aquellas armaduras blancas, que parecían sacadas de
aquel ridículo programa holográfico del Rey Arturo de Jadzia. Pero mucho más
siniestras.
De
la enfermería oyó alboroto y varios disparos y Odo se escondió detrás del
kiosko para ver como diversos soldados enemigos sacaban a empujones a Bashir y
a varios enfermeros. Por la expresión de Julian acababan de matar a los heridos.
Otros
soldados aparecieron por la pasarela llevando más prisioneros. En previsión de
que los fueran a ejecutar, Odo alargó el brazo y cogió del suelo una pistola
phaser bajorana y la cargó para matar.
Una
de las puertas de acceso se abrió rodando hacia el interior del mamparo con el
ruido del aire comprimido y de ella surgieron varios soldados más que
flanquearon la puerta, dejando paso a un humano rubio con uniforme verde oliva.
Fue la primera vez que el changeling veía a aquel enemigo. Uno de los soldados
se cuadró e intercambiaron varias frases. El oficial miró de un lado a otro de
la promenade y luego asintió. El que
tenía armadura hizo un ademán al resto de los soldados y con la misma puerta de
acceso se llevaron los prisioneros. Entre los que bajaban del piso superior se
encontraba Nerys.
Sabía,
por la expresión de aquel hombre, que no iban a matarlos. La había visto muchas
veces entre los cardassianos durante la ocupación cuando creían tener la
superioridad moral contra los bajoranos. Con el tiempo el condestable se habían
convertido en un experto en descifrar la morfología humanoide, era
imprescindible para su trabajo, pero también un instinto de los de su especie
que había madurado lenta, pero inexorablemente en su interior a medida que
convivía con otros seres. En aquel momento aquel oficial reflejaba
satisfacción, control y superioridad. Odo dejó el arma en el suelo y se ocultó
en la pared, fundiéndose con esta.
Dique Espacial, la Tierra
La
actividad en el interior del dique espacial era frenética mientras las últimas naves se apresuraban a abandonarlo. En
previsión de un ataque los más de setenta mil ocupantes, entre miembros de la
Flota y civiles habían sido evacuados a la Tierra, donde se suponía que
estarían más seguros. Permanecía una tripulación mínima para su funcionamiento
y defensa.
– Tenemos energía en todas las
secciones – informó el cadete vulcano sentado en la consola de ingeniería. En
la pantalla la Trieste y la Curry acababan de salir por
las puertas del Dique Espacial que permanecían abiertas.
– Entonces es hora de irnos – indicó
su capitán satisfecho –. Pida permiso al control para abandonar el dique.
–
Permiso concedido, señor – respondió la cadete benzita que ocupaba la consola de comunicaciones segundos
después.
–
Piloto, adelante. Y tenga cuidado, está tocando un pedazo de historia – le
advirtió Montgomery Scott, más conocido por todos como Scotty. Segundos después
la nave museo USS Enterprise-A despacio pero
segura, se separaba de los enganches en los que había estado estacionada los
últimos 82 años.
–
Control nos desea buena suerte – dijo entonces la joven benzita desde el
antiguo puesto de la comandante Uhura, sin poder ocultar una voz temblorosa.
–
Devuelva el saludo y dígales, que volveremos.
–
Sí, capitán Scott – replicó el joven con una sonrisa en los labios.
– Scotty – le rectificó el viejo
ingeniero milagroso, mientras la antigua nave de su buen amigo el capitán James
Tiberius Kirk salía al espacio, poniendo de nuevo la proa rumbo hacia las
estrellas.
En la memoria del veterano oficial
aquel momento se llenó buenos recuerdos. ¿Cuántos viajes como aquel había hecho
con sus compañeros de aventuras: el capitán Kirk, Spock, el doctor McCoy, Sulu,
Chekov y su querida Uhura?: incontables. La huida de aquel mismo dique con la Enterprise original. V'Ger; la sonda que
había llegado en busca de los cetáceos extinguidos y el viaje en busca de
George & Gracie. Los primeros contactos con los gorn, la horta, los
belicosos klingons y tantas otras aventuras que ahora llenaban los libros de
historia.
Tras vagar algún tiempo a bordo de
la lanzadera Goddard, que tan amablemente le había prestado Picard,
Scotty había regresado a la Tierra. La Academia le había ofrecido un puesto
como profesor de la historia de la ingeniería. También le ofrecieron ser el
responsable de la Nave Museo Enterprise-A estacionada
en el Dique Estelar y que dependía del Museo de la Flota. Esto le había permitido acondicionar su vieja nave y
dejarla lista para entrar de nuevo en acción si hiciera falta. De esa manera
había tenido la oportunidad de ofrecer la Enterprise-A
cuando se dio la orden de evacuar la Academia y a sus estudiantes. Ahora esta
volvía a estar en servicio activo en la Flota con una tripulación compuesta por
cadetes de segundo, tercero y cuarto curso. Su misión era incierta, pero a
bordo se respiraba resignación y esperanza.
– Todo recto y la próxima estrella a
la derecha – recordó Scotty en un murmullo.
– ¿Cómo dice, señor? – le preguntó
el joven timonel desconcertado.
– Nada, nada. Pongan rumbo…
prefijado – debían reunirse con el almirante Paris más allá de Ivor Prime, pero antes tenían
que reunirse con varias naves en un punto remoto del sector Boliano.
San
Francisco, la Tierra
En
la sala del control espacial situada en los cuarteles generales de la Flota en San Franciscos solo se
encontraba el personal mínimo, la mayoría habían sido evacuados a otras
instalaciones, mientras que muchos habían logrado ser evacuados en alguna de
las naves que partían del planeta. Tan solo algunos controladores y oficiales
que habían estado observando la batalla y coordinando la salida de cientos de
naves de la Tierra y de todo el sistema Solar.
–
Creo que es hora de que se marchen – dijo el almirante Hayes.
–
Algunas naves enemigas se desvían hacia Jupiter,
Saturno y Marte – informó uno
de los técnicos con voz fría.
–
¿Qué hará usted ahora? – le preguntó Nechayev.
–
Iré a París para estar junto al presidente Min Zife y el resto de los miembros del Gabinete de la Federación. Ahora márchense, ya es muy tarde.
–
Teiron, transporte para tres – ordenó
Paris tras presionar su
comunicador.
–
Buena suerte almirante – le deseó este –. La necesitará.
–
Ustedes también – devolvió el saludo Hayes y ordenó el transporte.
–
Energía – dijo Paris y las tres figuras se desvanecieron como si nunca hubieran
existido. Detrás de ellos una cristalera que daba a la entrada de la bahía de
San Francisco y al puente colgante que la cruzaba. Hacía un día magnífico, con
el cielo despejado y un sol brillante que reflejaba la superficie roja del
Golden Gate.
–
Almirante – llamó una voz detrás de Jeremiah Hayes. Este se giró y vio un
oficial vulcano. Tenía una expresión tranquila tras el rostro impertérrito de
quien controla todas y cada una de sus emociones. Hayes asintió y el vulcano
alzó la mano y la colocó sobre la sien. El comandante supremo de la Flota no se
movió, sabía que no sufriría y que era necesario.
En
órbita seis lanchones, muy
parecidos a la nave holográfica que había sido encontrada en el planeta Ba’ku unos años antes, que eran
usadas para el transporte y desembarco de tropas, desplegaron las barquillas de
curvatura que tenían en los costados de sus cascos mientras se alejaban del
planeta. Se unieron a un pequeño grupo de naves estelares y aceleraron más allá
de la luz.
Utopia Planitia, Marte
Las
instalaciones orbitales de los astilleros habían sido evacuadas horas antes a la superficie de Marte.
Tan solo quedaban algunos técnicos y supervisores en el corazón de una de las
estaciones del complejo orbital. Desde aquella sala de control se regulaba el
intenso tráfico de lanzaderas, naves y workbees que siempre había
entre las docenas de diques secos que se alargaban por encima del planeta rojo.
Ahora la mayoría de estos estaban vacíos. Como había ocurrido durante la guerra
contra el Dominion, se habían enviado a la batalla naves inacabadas, algunas
con el casco, los motores y las armas. En otros los armazones de los cascos
yacían inertes en la tranquilidad del espacio.
Aunque
no todo el personal de los astilleros marcianos habían sido trasladados a la
superficie. Otros habían salido del sistema solar para escapar de la inminente
caída de este y esconderse en lugares remotos o en sus planetas de origen.
Aquella desbandada se había repetido por todo el sector 001 y se había llevado
a cabo a bordo de todo tipo de naves: cargueros, transportes de pasajeros,
yates deportivos, naves científicas no pertenecientes a la Flota e incluso en
lanzaderas de corto alcance.
Todo
aquel tráfico sin control pareció desaparecer de golpe cuando se trasmitió por
todos los canales el mensaje de Daran.
–
Es hora de marcharnos – indicó Sanik, un ingeniero vulcano.
–
Espera un momento… – replicó su compañera que estaba inclinada sobre la consola
de ordenador central de los astilleros –. Bien preparen protocolo de seguridad
cero-cero-omega. Código de seguridad, Leah Brahms Delta-Uno.
Segundos
después los controles empezaron a parpadear y al cabo de un instante estallaron
debido a una sobrecarga en todos los sistemas. La luz se apagó y la sala de
control se iluminó gracias a las chispas y los rayos eléctricos, semejantes a
relámpagos que saltaron de consola a consola. Cuando cesaron los fuegos
pirotécnicos y el humo de los circuitos fundidos inundó la amplia sala de
control, Leah Brahms se giró
hacia su compañero.
–
Sí, es hora de marcharnos.
Los
dos se transportaron a bordo de una pequeña nave, a cuyos mandos se encontraba
el marido Leah. Esta había sido construida unas décadas antes por un amigo
boliano y estaba formada por un compartimento de mando para cuatro personas y
un potente motor binario, unido por un pequeño cuello y una sección para la
carga.
–
¿Ya está? – le preguntó su esposo que estaba a los mandos.
–
Sí. Tardarán un poco en poder utilizar Utopia Planitia – respondió la doctora
Brahms satisfecha de su obra –. Todos los ordenadores conectados a la
computadora central están inservibles y he activado un subprograma que ha
derretido la mayoría de los reactores de los diques secos. No será fácil
repararlos.
La
pequeña nave se despegó de la estación orbital y se alejó hacia el espacio
profundo. Pero antes de salir de las instalaciones de Utopia, cuatro pequeños cazas de alas hexagonales se colocaron
justo detrás de ellos. Y sin perder tiempo empezaron a disparar contra la nave
que huía. El primer par de disparos alcanzó la nave de lleno, haciéndola
ladearse violentamente por culpa del impacto, al tiempo que una de las consolas
estalla por la sobrecarga. El segundo par de haces fueron dirigidos a los
motores, aunque alcanzaron la bodega de carga abriendo un agujero en el casco.
Sanik
se adelantó hasta la consola del copiloto y haciéndose con los mandos aumento
la velocidad. Había participado en la construcción de aquella nave y sabía muy
bien cómo funcionaba y el rendimiento que podía darle. Desvió la energía a los
campos de fuerza para cerrar el casco y sin perder más tiempo aceleró hasta
alcanzar la velocidad de curvatura y salir del sistema solar.
Cuando
dejó aquellos cuatro cazas bien lejos, se giró hacia su viejo amigo y aunque no
era médico, supo que no se podía hacer nada. Leah lloraba detrás.
USS
Wounded Knee
El
puente aún estaba saturado de humo del incendio que se había producido al
estallar varias consolas y que acababan de apagar. El capitán Otá'taveaénohe se sentó en su silla y volvió a respirar. Giró la pequeña pantalla
que tenía en el respaldo del asiento y comprobó la lista del control de daños,
donde iban apareciendo nuevos datos a medida que eran transmitidos desde las
diferentes secciones. Los más graves parecían ser un boquete abierto en el lado
de babor plato, que atravesaba varias cubiertas y los desperfectos sufridos en
una de las barquillas de curvatura. Otras partes del casco también habían
recibido impactos directos, pero por suerte no peligraba la integridad de la
nave. Los escudos estaban por debajo del diez por ciento y la carena secundaria
se había resentido seriamente. Tenían cerca de una treintena de muertos, once
desaparecidos y más de un centenar de heridos, algunos de ellos graves. Se
habían producido catorce incendios de diversa magnitud y algunos sistemas
secundarios no funcionaban. Por otro lado habían podido rescatar a los
ocupantes de unas cuantas cápsulas de escape había encontrado de la Thomas Paine.
Luego
comprobó cuantas naves habían podido salir de aquella trampa junto a él. Tan
solo el Firefox, el Meridian, la Cronos, la Centaur y la Formidable. Seis de casi quinientas.
Parecía que nadie les seguía, la flota enemiga se estaba replegando, para todos
la batalla se había acabado y por suerte habían podido escapar. Pensó en los
hombres y mujeres, amigos suyos que habían muerto aquel día. Era un guerrero
cheyenne de los sotaeo’o, nómadas de las Grandes Llanuras y sus antepasados
habían luchado en Little Big Horn. Viendo la magnitud del desastre de la
Batalla del sistema Solar, alguien podría pensar que había sido un cobarde al
huir. Pero para un descendiente de guerreros como él, tan solo se había
retirado para volver a atacar más a delante. Como lo haría un boxeador al
esquivar un derechazo.
–
Capitán, detecto una señal extraña – dijo entonces su oficial científico
Takara.
–
¿De qué tipo?
–
No estoy seguro. Pero está frente a nosotros.
–
En pantalla – ordenó Otá'taveaénohe.
Delante
de él apareció algo que ninguno de los presentes había visto nunca. Parecía una
medusa negra flotando en el espacio, con grandes esferas alrededor de la parte
superior, semejantes a ojos, con cinco patas acabados en pequeñas garras y
ganchos. Apenas visible en la negrura del espacio.
–
He filtrado la señal – informó y pasó al audio lo que estaba captado. Una
especie de pitidos sin sentido se oyó por todo el puente.
–
Nos está escaneando – indicó entonces el oficial de seguridad, el teniente
Malcolm –. Detecto un pequeño escudo y sensores infrarrojos, electromagnéticos
y radar superamplificado de medio alcance.
–
Una sonda – susurró Otá'taveaénohe.
–
Se aleja – indicó Malcolm.
–
Atrápenla con el rayo tractor y transpórtenla a bordo – ordenó el capitán.
Segundos
después aquella extraña sonda era atrapada en la fuerza del rayo e
inmediatamente explotaba.
–
¡Se ha autodestruido! – indicó Takara sorprendida.
–
Imagino que no quieren que sea capturadas. Igualmente transporten los restos a
una de las bodegas – indicó Otá'taveaénohe sin dejar de observar los
restos en la pantalla. Poco después estos se desmaterializaban.
–
Es posible que haya informado de nuestra posición – dijo Malcolm –. Sugiero
cambiar de rumbo y alejarnos de aquí a máxima velocidad.
–
Alférez, ya ha oído a su oficial – le replicó su capitán dirigiéndose al piloso
–. Alejémonos de aquí a máxima velocidad.
–
Sí señor – respondió el piloto. Los motores aumentaron potencia y la Wounded Knee aceleró al máximo que le
permitían sus dañados motores, acompañada de cerca por el resto de las naves
que habían logrado huir de la batalla.
Bajor
Los
pasos del joven monje resonaban por los pasillos de la residencia privada de la
kai. Sabía que tras la muerte
del vedek Solbor, Winn se había recluido en sus
estancias y había dado órdenes estrictas de nadie la molestara. Pero las
circunstancias eran más que extraordinarias. Ya había querido avisarla cuando
el primer ministro Shakaar
les había pedido que informara a la kai de la batalla que se estaba librando
alrededor de DS9. Pero los sirvientes más mayores se lo habían impedido,
temerosos por lo que estaba ocurriendo en las últimas semanas en aquella casa.
Ahora la situación era diferente. La llamada de Shakaar era clara: la batalla estaba
perdida y las naves enemigas estaban en la órbita de Bajor. De nuevo iban a ser
ocupados. Tenía que avisar a la kai, para que se escondiera. O por lo menos que
estuviera advertida del peligro que se acercaba.
Llamó a la puerta nervioso sin lograr ninguna
contestación. Volvió a llamar, esta vez más insistentemente. Entonces se abrió
la puerta de golpe, sobresaltándolo.
–
¡Ordené que nadie me molestara! – ladró Winn, que llevaba el pelo suelto,
cayéndole por encima de los hombros.
–
Una invasión, su excelencia. Están invadiendo Bajor – replicó este bajando la
vista.
–
¿El Dominion? – preguntó una voz masculina desde el interior de la habitación.
–
No. Un nuevo enemigo – respondió el monje –. Deep Space Nine ha caído y las naves federales han sido destruidas.
–
¿Un nuevo enemigo? – remitió Anjohl Tennan, que apareció por detrás de la kai. El joven monje conocía bien
al amante de Winn, y como al resto de sirvientes nunca le había hecho la más
mínima gracia. Hacía unas semanas les había ordenado que le echaran a la calle.
Pero aquella mañana regresó y nadie había osado detenerle.
» ¡Respóndeme! ¿Qué nuevo enemigo? –
insistió Anjohl que impaciente zarandeó al monje.
–
Mira – le dijo la voz de Winn desde el fondo de la habitación.
Anjohl
dejó al monje y se dirigió al balcón desde donde se veía toda capital, con la
cúpula del templo. Las columnas de humo ya empezaban a asomar por la zona de
los cuarteles de la milicia y los edificios del gobierno, mientras unas pequeñas naves parecidas a
insectos surcaban el cielo disparando hacia los edificios. Tenían una carlinga
esférica y dos alas octogonales. Al fondo, descendiendo desde las colinas otras
más grandes se acercaban hacia la ciudad. Dukat no reconoció ninguna de ellas.
No eran del jem’hadar, ni breens, ni de ninguna raza
conocida. ¿Quieres eran? Se preguntó. Eso afectaba a sus planes de forma
irremediable. Ahora que estaba tan cerca.
–
¡Noooo! – ladró entre dientes y golpeó con desesperación la barandilla con el
puño –. ¡Ahora no pueden hacer esto!
En
ese momento por encima del palacio apareció una lanzadera, acompañada del zumbido de sus motores. Tenía un
aspecto alargado, con la proa en forma de pico y tres alerones, uno encima del
casco y los otros dos en la parte trasera mirando hacia abajo. El vehículo
empezó a maniobrar para tomar tierra y los dos alerones traseros se plegaron
girando hacia arriba.
–
Debemos marcharnos – dijo kai Winn, pero Anjohl observaba aquella extraña nave,
como hipnotizado, preguntándose quienes podían ser, justo en aquel preciso
momento que su victoria estaba al alcance de su mano.
La
lanzadera tomó tierra y de una rampa empezaron a descender los soldados. Al ver
a aquellos seres metidos en sus corazas blancas, tuvo un presentimiento. Era
muy distinto a los que había tenido antes. Era como si el mal reconociera al
mal. En ese momento una pareja de aquellos cazas de alas planas y cabina
abovedada sobrevoló la residencia.
Poco
después los soldados entraban por la puerta, desplegándose por la habitación y
obligando a los dos bajoranos que había a ponerse de rodillas. Detrás de ellos
entró un humano que lucía un uniforme completamente negro. Era un hombre joven,
bastante alto, ojos oscuros, el pelo debajo de su gorra era castaño con las
patillas grisáceas por las prematuras canas, al igual que su perilla. Se plantó
en el centro de la estancia, con los brazos a la espalda, completamente seguro
de sí mismo y les observó con detenimiento. En sus ojos había una mirada
extraña: no había desprecio, más bien una solemnidad imperante, como si supiera
que era lo que estaba sucediendo en aquella habitación.
– Escolten a la kai a la lanzadera –
les ordenó.
–
¿Qué hacemos con los bajoranos? – preguntó otro de los soldados. El oficial
volvió a mirar a Anjohl detenidamente, como si estuviera pensando que hacer.
–
Reclúyanlos con el resto.
Dicho
lo cual dos soldados cogieron a la kai por los hombros y se la llevaron sin que
esta opusiera resistencia, tan solo mostraba una compostura altiva. Los otros
soldados cogieron al monje y al otro bajorano y los sacaron arrastras. Lo último que
Anjohl vio antes de que le sacaran de la habitación fue como aquel oficial
cerraba el libro que había
sobre la mesa con sumo cuidado. En su interior lanzó un grito de
desesperación, de alguna manera sabía que aquel oficial conocía el significado
del Libro del Kosst Amojan.
París,
la Tierra
A
través de la ventana que tenía el despacho del presidente de la Federación, Min Zife contempló como
aterrizaban varias lanzaderas de cuyas rampas empezaron a salir soldados
vestidos con armaduras blancas que se desplegaban por el recinto presidencial.
Mientras que sobre la Torre Eiffel y el resto de la ciudad de París era
sobrevolada por parejas de cazas. Decidió que lo mejor era sentarse en su
butaca y maldijo el día que había aceptado ocupar aquel despacho. Miró a los
seres que le rodeaban: el comandante supremo de la Flota Estelar almirante Hayes; la Presidenta de las
Naciones Unidas Marta Liberman y varios de sus más fieles consejeros del Gabinete. Pensó en
el futuro que les aguardaba a todos.
Los
alborotos en los pasillos se oían cada vez más cercanos, hasta que la puerta se
abrió de golpe, dejando paso a uno de aquellos soldados de impolutas armaduras.
Aunque esta vez llevaba un uniforme de tela de color verde gris, sobre el cual
tenía una coraza con una pequeña placa sobre el pecho con cuatro cuadrados
azules y rojos, aunque tenía un casco similar al del resto. Inmediatamente
detrás de él media docena de soldados entraron en el despacho y se
distribuyeron por su interior.
–
¿Quién es el presidente de la Federación? – preguntó el primero de los soldados
con voz metálica apuntándoles con su arma.
–
Soy yo – se identificó Zife poniéndose en pie.
–
Queda usted arrestado
–
Exijo saber quiénes son ustedes y en nombre de quien soy arrestado – dijo el boliano, como presidente de la
Federación no iba a permitir que no le trataran con el respecto que se merecía
su cargo.
Por
un instante el soldado se limitó a mirarle a través de las lentes negras de su
casco. La mano que sostenía el arma se alzó unos pocos milímetros en dirección
a Zife.
–
Soy el Comandante Supremo de la Flota Estelar – intervino entonces Hayes, que
no iba a quedarse sin hacer nada.
Este
se giró hacia el almirante y su casco bajó y ascendió, como si le estuviera examinando
detenidamente.
–
Perfecto, porque tenemos trabajo para usted – replicó este. Relajó el arma y se
la entregó a uno de sus compañeros y volvió a mirar el presidente Zife –. En
realidad para todos ustedes.
–
Le hemos preguntado quien es usted – insistió Hayes, ya seguro que no les
ejecutarían en ese momento.
El
soldado subió las manos hasta el cuello y se quitó el casco, mostrando a un
humano, con una cicatriz que le cruzaba la cara, recuerdo de un wookie que hacía tiempo que
había expirado su último aliento, tras una larga y dolorosa agonía. Volvió a
reparar a los asistentes, ahora sin las lentes de su casco.
–
Soy el general Pion, de la 141º Legión Stormtrooper,
almirante. Y ahora son prisioneros del Imperio – se presentó este con orgullo y
dejó el casco sobre la mesa de Zife apartando la esfera azulada que había
encima de ella –. Según tengo entendido hay unas leyes para los prisioneros,
¿verdad?
–
Así es – contestó Hayes mirando fijamente aquel hombre, un humano, no muy
diferente a él, salvo por su cruel mirada.
–
Pues el Imperio no tiene ese tipo de reglas – le soltó con cierta diversión en
su tono de voz –. Pero he de reconocer que nos portaremos bien con ustedes. Si
colaboran.
–
¡Ahora muévanse!
Belak
Era un planeta muy antiguo que apenas
sufría movimientos sísmicos, en consecuencia la superficie estaba compuesta de
amplias llanuras cubiertas de hierba y colinas onduladas. En la superficie
había prosperado una antigua civilización, extinta mucho antes de la llegada de
las primeras naves romulanas en el albor del Imperio. Belak se consideraba el
primer asentamiento tras su llegada a Romulus y la colonia la más antigua.
Ahora contaba con una población de 823 millones y una industria agrícola muy
próspera. También tenían la segunda Academia Militar más antigua del Imperio y
la base orbital contaba con unos astilleros con 21 diques secos. Según se decía
los habitantes de la antigua colonia eran incluso más arrogantes que los
propios romulanos de Romulus.
Ahora
la capital con su casco antiguo de distinguidas y antiguas casas coloniales,
con sus jardines y monumentos a sus más distinguidos senadores y militares, se
habían convertido en ruinas humeantes. El bombardeo orbital había durado varios
días para debilitar los escudos planetarios, para pasar a ataques desde
vehículos aéreos que disparaban a todo movimiento en la superficie, así como a
aquellos lugares susceptibles de convertirse en núcleos de resistencia, como el
Fórum o el Capitolio. Tras varias horas así, aparecieron las primeras naves de
forma triangular de asalto: habían descendido a las afueras de la capital,
descargando a las tropas y sus vehículos blindados que ya habían penetrado en
la Academia Militar.
Pero
los altivos habitantes de Belak no iban a dejar que la ocupación del planeta
fuera sencilla y obligarían a los invasores a pagar un alto precio en sangre
por ocupar sus ciudades y llanuras. Mucho antes de la llegada de los primeros
enemigos se repartió entre la población civil miles de rifles y pistolas
disruptoras, granadas de plasma y cualquier cosa que pudiera ser útil una
defensa fanática. Cuanto las primeras tropas pisaron la superficie
comprendieron que la resistencia sería encarnizada.
Los
combates duraron una semana con sus días y sus noches, la ciudad fue de nuevo
bombardeada por los cazas y desde las naves de asalto que habían aterrizado no
lejos de la capital.
Ahora
los vehículos blindados del enemigo se internaban despacio entre las barricadas
y los escombros de los edificios en un lento avance hacia el interior de la
ciudad. En los barrios periféricos donde se alzaban las grandes mansiones de
los comerciantes y políticos locales, los combates se habían alejado aun así
las patrullas enemigas, montadas en sus veloces motos deslizadoras, hacían
difícil moverse. A pesar de ello tres figuras se deslizaban sigilosas entre las
ruinas, bajo la tenue lluvia que caía y que amortigua sus pasos. Dos iban
armados con fusiles, mientras que el tercero empuñaba una pistola. En la pared
que dividía un jardín de una casa reducida a una montaña de cascotes se
detuvieron ya que uno de los vehículos de seis patas del enemigo parecía acercarse por la avenida contigua.
Avanzaba despacio con una hilera de soldados de blancas armaduras a los lados.
De repente unos disparos alcanzaron a una de las filas y derribaron a varios de
los asaltantes. Sus compañeros respondieron inmediatamente al igual que aquella
bestia, que giró uno de los cañones y realizó varias salvas hacia el lugar de
procedencia desde donde habían abierto fuego. Luego varios soldados se
acercaron y se produjo un corto tiroteo. Finalmente la bestia prosiguió su
avance, dejando atrás la pared donde aquellas tres figuras habían esperado
escondidas a que concluyera la escaramuza.
Cuando
el ruido de las pisadas se perdió en la lejanía, las tres figuras reanudaron al
amparo de la noche ya incipiente su marcha hacia las afueras de la ciudad. Al
pasar junto a cadáver del soldado enemigo abatido, se detuvieron. Quien
empuñaba la pistola observó la armadura de aquel soldado e inundado de
curiosidad le quitó el casco.
– ¡Humanos! – exclamó sorprendido.
– Embajador, por favor – insistió uno de sus acompañantes nervioso.
– Fascinante – concluyó el otro y los tres prosiguieron su marcha
hacia la lanzadera que les esperaba oculta en el bosque, aun a muchas horas de
distancia.
USS
Enterprise-E
–
¿Alguna noticia de la Tierra? – le preguntó Beverly cuando la puerta del
despacho de Jean-Luc se cerró detrás de ella.
–
La batalla se ha perdido – dijo Picard descorazonado, mientras el replicador
materializaba dos tazas de té. Hacía horas que no comía, ni bebía nada,
necesitaba reponer fuerzas y había pedido a Beverly que subiera a su despacho, escuchar
una voz amiga que siempre le había aconsejado bien y tranquilizado en malos
momentos era lo que necesitaba –. El sistema Solar ha sido invadido, lo han
transmitido por todas las frecuencias. Andoria ha enviado una señal de socorro: sus defensas acaban de caer.
–
¿El Mando de la Flota ha enviado alguna comunicación?
– Todavía no – respondió Jean-Luc
entregándole una de las tazas a su vieja amiga, de tiempos en que todo parecía
mucho más fácil –. Aunque en la Base Estelar Earhart se está organizando un grupo de batalla para
defender el sector.
–
¿Podríamos unirnos a ellos? – sugirió Beverly –. Tenemos cuatro naves aquí.
–
Ya lo he pensado. Pero nuestras órdenes eran muy estrictas, no podíamos
movernos bajo ninguna circunstancia hasta que nos lo comunicaran. Y el silencio
de radio indica que nos están reservando para algo y no quieren que nadie sepa
dónde estamos – le explicó Jean-Luc justificando su propia impotencia. La orden
del almirante Paris había sido tajante: bajo
ninguna circunstancia, le había recalcado. La voz profunda del alto oficial
de la flota, resonaba en su interior una y otra vez, mientras se preguntaba
para que le habían reservado mientras planeta tras planeta de la Federación
caía en manos de sus enemigos y sus compañeros morían defendiéndolos, mientras
él esperaba.
»
La cuestión es saber para qué.
–
Capitán recibimos una transmisión –
informó la voz de Riker.
–
Bien, pásela a mi despacho – ordenó este.
–
Está transmitida por el Código 47, señor –
puntualizó Riker.
Beverly
y Jean-Luc se miraron. No hizo falta nada más para que esta saliera, dejando su
taza de té, aun humeante. Cuando se quedó solo se encaró hacia la pantalla que
había surgido de la mesa. Tan solo había utilizado aquel canal una sola vez,
hacía bastante tiempo y en circunstancias que resultaron muy penosas. Una transmisión
tan solo para los capitanes y que no dejaba constancia de haberse hecho.
Precisamente por eso mismo se creó el Código 47, pensó Picard antes de
identificarse. El símbolo de la Federación apareció en pantalla con el texto: “Esta es una comunicación de emergencia. No
será discutida con otros oficiales a manos que se considere absolutamente
necesario. No se generará ningún registro informática de esta transmisión”.
Instantes después era sustituido por el rostro del capitán DeSoto, que no había cambiado desde la última vez
que se habían visto hacía tres años en una conferencia en Valakis.
–
Robert – respondió
el capitán de la Enterprise aliviado de ver una cara familiar, y deseoso de obtener respuestas a
la situación en la que le había puesto Paris al relegarles a una patrulla sin
sentido de la Zona Neutral mientras sus camaradas defendían sus hogares. Conocía
bien y desde hacía tiempo al capitán de la Hood.
Se habían encontrado por primera vez cuando ambos eran tenientes y aunque sus
carreras se habían alejado nunca habían perdido la amistad. Además Riker había
servido con DeSoto como primer oficial antes de que le seleccionara para el mismo
puesto a bordo de la Enterprise-D hacía
ya once años. Eso había generado una complicidad entre ambos, al acertar a la
hora de confiar en el mismo hombre para un puesto tan importante para un capitán.
Mientras que en los últimos años habían coincidido en varias misiones, como en
la terraformación de Browder IV o en el bloqueo de la frontera romulana y
klingon durante la guerra civil de estos últimos. También se había labrado fama
de ser uno de los mejores capitanes de la flota, no solo en los combates contra
el Dominion como en la Primera Batalla de Chin’toka, sino como hábil diplomático
que incluía acuerdos con cardassianos, romulanos y hasta breens. Jean-Luc Estaba
seguro que el haber sido el capitán del equipo de la Academia del Go y haber
ganado varios campeonatos de la Federación había ayudado tanto en las
negociaciones como en los combates que había librado.
–
Tengo nuevas órdenes para ti y las naves que están contigo – le dijo sin más
preámbulos –. No hay tiempo que perder, así que te informo que desde ahora tú y
tu nave quedáis bajo el Operativo Omega. No obedeceréis ninguna orden que no
proceda de mí hasta nuestro encuentro. Los protocolos de seguridad están en el
ordenador de tu nave bajo el código: Alfa-Lima-Foxtrot-Cero-Uno. Prefijo:
Omega. Hemos de reunirnos en el sistema Maluria en la fecha estelar 53107.5. Intenta camuflar la firma de
curvatura, es importante la discreción. Por favor, comunica este código al resto de
capitanes que están contigo. Nos veremos pronto.
–
¿Nada más? – le preguntó Jean-Luc.
–
Por ahora no. No sabemos si las comunicaciones son seguras.
–
Bien Robert, hasta dentro de unos días.
Dicho
lo cual regresó el símbolo de la Federación a la pantalla.
Continuará…
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