Planeta imperial
Pas’jaso
La luz diurna del Pas’jaso era
extraña. A pesar que su sol era una brillante estrella amarilla, sus rayos no
lograban atravesar la verduzca capa de contaminación, por lo que parecía que
estuvieran en un crepúsculo eterno hasta que llegaban las sombras de la noche.
Por eso las luces del recinto estaban siempre encendidas, proyectando extrañas
sombras de perturbadoras formas por culpa de las espesas nubes y neblinas de
humo y gases. Bajo aquellas sombras el almacén B47 era igual que el del resto
de la instalación, aunque no tenía su nombre escrito sobre la puerta de
entrada, solo un símbolo hexagonal, que le recordó a Keegan al efecto de un cristal kyber facetado, el mismo que
llevaban los corazones de los sables de luz, cruzado por una especie de estrella o brillo: la Iniciativa Tarkin.
Frente al edificio habían aparcadas dos lanzaderas de carga clase Zeta, que Slonda se apresuró a
inspeccionar para comprobar si podían utilizar una de ellas para salir del
planeta. Descubriendo que la primera de ellas contaba con combustible y estaba
lista para partir, aunque no tenía el característico contenedor de carga
naranja acoplado bajo su panza. Con el soporte vital del interior de la
lanzadera ya no necesitaba aquella incómoda máscara, se la quitó y recuperó su
aspecto natural con sus facciones arrugadas y piel oscura, con el que se
encontraba más a gusto. Se había preocupado al ver que Desona dejaba aquel
mundo sin ellos, aunque confiaba que Keegan lograría encontrar un transporte.
Era el mejor adquisidor que había conocido, y tenía la fama de conseguir
siempre lo que fuera necesario para completar la misión. Como así había sido.
Inspeccionó los controles de aquel transbordador, para el que se necesitaba una
autorización oficial del Ministerio Espacial para manejarlos. Había aprendido a
pilotar en Zolan, su mundo natal, y
durante los años que había servido en las diferentes fuerzas policiales y ahora
en la Alianza había mejorado sus
habilidades, no obstante nunca había llevado una de estas. Sabía que eran
grandes, lentas, pesadas, difíciles de controlar sin las condiciones
climatológicas perfectas y poco maniobrables en vuelo. No dudó y encendió los
motores.
Frente al almacén B47 Lweston estaba
al lado del adquisidor temblando de puro miedo, mirando un lado al otro en
busca de una legión entera de soldados de asalto que llegara para arrestarles o matarles.
– Es muy peligroso, deberíamos
marcharnos ahora que ya hemos completado la misión – repitió por centésima vez.
Keegan volvió a ignorarle como todas las ocasiones anteriores. Pero en aquel
momento el rebelde parecía estar en trance, mientras permanecía con la mirada
fija en la cerradura electrónica.
En ese momento una atronadora sirena
empezó a resonar por todo el recinto.
– Es el ataque espacial, ha empezado
– comentó Lweston mirando hacia el cielo, como si pudiera ver a través de la
máscara y la atmósfera contaminada lo que estaba sucediendo a miles de metros
sobre su cabeza.
» Deberíamos marcharnos – insistió
con un pánico que no podía ocultar su tono de voz.
Instantes después los cazas TIE estacionados en el planeta
despegaron y sus motores iónicos se escucharon mientras aceleraban en dirección
hacia la atmósfera. Mientras que en la superficie los guardias tomaban
posiciones defensivas en el perímetro del recinto, de la guarnición y del
espacio puerto en previsión de un ataque terrestre. Los soldados de Palpatine siempre seguían el protocolo,
así que nadie estaría atento a lo que ocurría en el interior del depósito
logístico.
En ese momento las luces de la
capital, que podían verse más allá del alto muro que rodeaba el complejo, se
apagaron. Era el resultado de la colocación, el día que habían llegado al
planeta, por parte de Slonda y Liana, de una serie de detonadores termales en los conductos de energía que alimentaban la
ciudad. Cuando se había construido aquel lugar para el Ejército Republicano se había conectado esta al sistema de energía
del planeta y desde entonces no se había modificado. Al eliminar la energía
exterior, la guarnición utilizaría sus propios reactores para activar sus
escudos deflectores. Hiendo que la base logística haría lo propio con sus
generadores independientes. Los cuales estaban controlados desde la torre de
control de droides que los rebeldes acababan de dejar, con un virus informático
que los desactivaría cuando llegaran los cazas ARC-170.
Keegan alargó la mano hacia el
control de la puerta, haciendo que el pulso de su acompañante se acelerara y
sus ojos se abrieran como platos. Este, de manera instintiva acercó la mano a
la pistola blaster que llevaba al
cinto. Era un administrativo, un burócrata que jamás había usado un arma en
toda su vida, salvo en las obligatorias prácticas de tiro. Aun así tenía la
certeza que ese día iba a tener que usarla, porque estaba convencido que en
unos minutos llegarían los agentes del OSI.
Pero para su sorpresa cuando la
puerta empezó a abrirse no se escuchó ninguna alarma. Salvo la que sonaba ya
por culpa del ataque rebelde. Keegan entró en las sombras del interior del almacén,
seguido por Lweston que no dejaba de mirar nervioso hacia la mole en sombras
del edificio de la guarnición que se alzaba más allá de los almacenes.
Su interior no se diferenciaba de
ningún otro del mismo complejo logístico. Había una serie de estanterías de duracero que llevaban hasta el techo
con el espacio para que pasara el droide de carga para coger los contenedores que había situados en cada nivel. La
mayoría de los cuales estaban llenos, lo que demostraba su constante uso y por
tanto la naturaleza prioritaria de aquel remoto lugar para los organismos más
importantes del Imperio. En la parte
de recepción de mercancías había contenedores de carga modulares pintados de
color naranja, algunos vacíos y otros a medio completar. A los lados de la
entrada había varios droides astromecánicos, parecidos a la serie R4, pero pintados de negro, que parecían estar desactivados.
– ¿Cómo cree que va a encontrar lo
que usted quiere? – le increpó Lweston con un ademán que mostraba las oscuras
hileras de estanterías repletas de contenedores, arcones de transporte y cajas
de sello magnético –. No sabemos dónde está eso que busca. Es como encontrar
una aguja en un pajar.
Cuando el intendente había buscado
la ayuda de Slonda para no ir hasta allí, el adquisidor le había explicado al clawdite que en aquel lugar se
encontraba un equipo descodificador de alto nivel, algo que la Alianza no había
tenido nunca a su alcance y con el que conseguirían una considerable ventaja
frente a su enemigo. El infiltrador no se lo había pensado dos veces y ahora se
encontraban en aquel lugar.
– Ya están aquí – dijo entonces
Keegan.
– ¿Quiénes están aquí? – preguntó
confundido Lweston.
– Los hombres que le matarán – dijo
con una tranquilidad que al superintendente le heló la sangre –. Le prometo que
cuidaré de su familia.
– ¿Qué? – farfulló este que sacó su
blaster y miró hacia el exterior del almacén. A través de la puerta podía ver
dos patrulleros aéreos que se
acercaban, saliendo de entre la neblina de contaminación.
» ¡Me ha vendido! – le acusó con el
rostro desencajado por el miedo.
– Estaba predestinado que ocurriera
así – respondió con calma Keegan.
Lweston no respondió, saliendo del
almacén hacia la lanzadera donde esperaba que su blindaje le protegiera o
escapar con ella. Cuando los patrulleros le vieron aparecer dispararon sus cañones bláser, que alcanzaron el
asfalto del suelo, obligándole a lanzarse al suelo, pero sin alcanzarle.
Los dos patrulleros se posaron
frente a la entrada, a la altura de la segunda lanzadera estacionada junto al
almacén B47, por lo que Slonda no podía usar las armas situadas en las alas de
la que ocupaba, ya que estas solos disparaban hacia delante. Podía permanecer a
los mandos y pilotarla cuando sus dos compañeros llegaran a esta. Pero no era
de los que se quedaban esperando.
El desertor imperial se levantó del
suelo, mientras los soldados de la muerte, con sus siniestras armaduras negras, descendían de los vehículos.
Apuntaron con sus rifles y dispararon, mientras Lweston devolvía el fuego
llevado por el pánico, por puro instinto de supervivencia, sin apuntar
siquiera.
Keegan observó cómo aquellos
soldados de élite descendían de los transportes y se parapetaban en entre estos
para protegerse y apuntar mejor. Por lo que sabía de aquella unidad espectral,
eran los guardaespaldas y protectores de las operaciones, los lugares clave y
altos cargos del Imperio: como aquel anodino almacén.
Nunca había sido muy diestro con el sable de luz, a pesar de los esfuerzos
de su amigo Whie Malreaux, con el
que compartía habitación en el Templo Jedi y con quien hacía prácticas extras
de esgrima. En aquella época su maestro le hacía meditar para evitar que la Fuerza le hiciera ver el destino de
sus amigos y conocidos. Pensaba que Nalok quería protegerle de las muertes que
estaba sufriendo la Orden en la
guerra contra los Separatistas.
Hacía tiempo que había comprendido que lo hacía para que no viera el destino de
todos aquellos que iban a caer bajo la venganza de los Sith. Por eso no tuvo la visión de que su amigo moriría a manos de Lord Darth Vader en su asalto al Templo. Desde entonces no había tenido a nadie que le ayudara a
practicar con el sable, por lo que continuaba sin ser diestro con este. (1)
Aunque sí había desarrollado otras
habilidades.
Sondeó lo que le rodeaba, buscando
los comunicadores de los patrulleros y los que llevaba cada individuo en su
caso. Siempre estudiaba los planos y diagramas del equipo imperial, conociendo
así la ubicación de los elementos más susceptibles de sabotear. Después solo
tenía que enfocar su mente para localizarlos, como si de un zoom que pudiera
atravesar los objetos se tratara. Como en aquel momento. Solo tuvo que
centrarse en cambiar la presión de la atmósfera que los rodeaba, lo suficiente
para aplastarles como si aquel minúsculo espacio de aire pesara una tonelada de
acero. O sobrecargar las placas holográficas de sus matrices y
cortocircuitarla. Y en un instante ya no podían informar de lo que estaba
ocurriendo.
Salió caminando con la serenidad y
el balance que solo tenía cuando estaba en armonía con la Fuerza. Esta fluía a
través de él, podía sentir todas las cosas que le rodeaban, desde aquellos
soldados engañados por las mentiras que les decían sobre el Nuevo Orden y entrenados fanáticamente
para luchar por el Emperador. Notaba
la energía del magma moviéndose a miles de metros bajos sus pies, más allá de
corteza exterior. Podía sentir los seres vivos que habitaban aquella ciudad,
incluso podría ver cómo había sido aquel mundo antes de que la contaminación
matara su flora y su fauna. Y como algunas pocas especies, como gusanos y
pequeños insectos, habían logrado refugiarse bajo la superficie y habían
sobrevivido. Aquel sí era el verdadero poder de la Fuerza Viva que lo rodeaba
todo y él la sentía al ser un individuo sensible a esta.
Se plantó frente a la puerta cuando
Lweston caía alcanzado junto a la rampa de la lanzadera, donde Slonda se había
acercado y disparaba contra los imperiales con su blaster.
Uno de ellos se percató que estaba
parado frente al almacén y cambió la dirección de su arma para abatir al recién
llegado. En ese instante Keegan activó sable de luz, cuyo filo verde brillante
brotó del extremo de la empuñadura y desvió la energía hacia la pared más
cercana. Alertados por aquello, el resto de sus compañeros cambiaron el blanco
y también abrieron fuego sobre él. Desviar y hace rebotar la energía era la
mejor manera de defenderse, alguien muy habilidoso podía hacer que estos se
volvieran hacia los soldados, matándoles con sus propios disparos. Era la única
técnica que había practicado algunas veces gracias a droides, aun así no era
muy hábil para redirigir el fuego. Además una docena de buenos tiradores como
los soldados de la muerte que tenía delante hacía muy difícil aquello. Podría
cargar y luchar cuerpo a cuerpo. A su favor contaba con que sus adversarios no
estarían habituados a participar en combates con sables de luz, que en aquellos
momentos de la historia de la galaxia eran tan poco usuales. Pero eran
demasiados y tampoco tenía mucho tiempo.
Por lo que pensó otra manera de
deshacerse de sus enemigos, agrupados entre los dos transportes.
Mientras desviaba los haces de
energía, se concentró en el vehículo de la derecha. Empezó a temblar, como si
se resistiera a incumplir las leyes naturales de la física. Pero la Fuerza era
poderosa en él y fluía en Keegan con facilidad y como si hubiera tenido un
muelle debajo o un resorte, el patrullero se desplazó con suma rapidez y
violencia contra el otro, convirtiéndose, en solo un instante, en un amasijo
hierro, aplastando a casi todos los seres que se habían parapetado entre ellos,
incluidos los pilotos que aún estaban en su interior.
Uno de los soldados, que se
encontraba en la popa del primer patrullero y que no había sido alcanzado por
el impacto, tiró el arma al suelo y empezó a correr alejándose, pero Slonda
acabó con él.
Keegan no desactivó el sable
mientras se acercaba a los restos estrujados en que se habían convertido los
dos patrulleros. Detrás de estos aún quedaba un ser vivo. Llevaba puesto un
uniforme blanco del OSI, descuidado y arrugado y su mano temblorosa se alzaba
como si así pudiera protegerse. Estaba desconcertado sobre lo que había
ocurrido, su pecho se alzaba y descendía con rapidez, el sudor le caía por la
frente y su mirada estaba desorbitada detrás de la amplia máscara que llevaba
puesta, incapaz de moverse por el pánico.
– Por favor… por favor… – suplicó en
busca de clemencia en un susurro sin apartar la vista de su adversario. En sus
ojos había pánico, como nunca antes había experimentado.
Su corrompida mente era débil y
fácil de penetrar. Supo que el Imperio estaba advertido del ataque de los cazas y naves de combate rebeldes. Pero no conocían aquella parte del plan,
ni el bombardeo no se iba a producir allí. El adquisidor alzó la mirada de manera instintiva: en el espacio los combates
ya había empezado, donde la Luz luchaba contra las fuerzas del Lado Oscuro, y
podía notar como vidas luminosas se apagaban y se fusionaban con la Fuerza en
el sacrificio supremo. Volvió de nuevo la mirada hacia aquel hombre. Y pudo ver
la tortura al tendero chevin que
había liderado la semana anterior solo porque se había quejado de los
impuestos. Aquel ser despreciable había disfrutado al aplicarle las corrientes
eléctricas durante horas mientras se reía, obligando a que sus hijos vieran
como era torturado su padre. Y pudo sentir el miedo de la joven chica que había
secuestrado y violado un mes atrás. No quiso saber más, simplemente alzó su
sable con un gesto y le decapitó con tanta rapidez que este no supo que había
muerto mientras su cabeza y su brazo rebotaban sobre el pavimento de la
instalación logística de Pas’jaso. Aquella ejecución no había sido un acto de
venganza, ni de resentimiento u odio, simplemente de justicia hacia las
víctimas inocentes que había asesinado aquella bestia.
Regresó caminando hacia la
lanzadera, donde Slonda estaba arrodillado junto al cuerpo de Lweston, que
permanecía sentado, con la espalda apoyada en la rampa. Su mirada estaba
clavada en el adquisidor, mientras cada vez le costaba más respirar. En su
pecho la tela chamuscada de su uniforme revelaba que le habían alcanzado en un
pulmón, cerca del corazón. El antiguo alumno jedi podía notar como la Fuerza,
que todo lo rodeaba, se disipaba junto a su vida.
Desactivó el sable, arrodillándose
al llegar a su lado para cogerle la mano como a un viejo amigo.
– Es… eres… un ca… caballero… jedi… – dijo con dificultad
y en su mirada ya no había miedo, ni resentimiento, solo algo que podía
considerarse como esperanza.
– Solo un simple pádawan que no terminó su entrenamiento
– respondió Keegan en un susurro a modo de disculpa. Se concentró para
mostrarle la visión que había tenido de sus hijos, que crecerían felices y
seguros en un mundo refugio de la Alianza. Fue más allá para que viera como su
hijo vestiría un traje de vuelo naranja de la Resistencia y luchaba contra la Primera Orden recordando el heroísmo de su padre caído en otra
guerra, y nunca olvidado. Lweston arqueó los labios en una sonrisa e instantes
después su cabeza cayó sin vida con suavidad, exhalando su último aliento y su
pecho dejó de moverse, con los ojos aun abiertos.
La muerte del superintendente la
había visto en sus premoniciones y sabía que era una de aquellas cosas que no
podía cambiarse hiciera lo que hiciera. Así que lo único que pudo ofrecerle fue
darle aquella visión y que supiera en el último instante que su sacrificio no
había sido en vano. Le quitó la máscara y con delicadeza le cerró los párpados.
Al levantarse observó cómo Slonda le
miraba con sus grandes ojos abiertos, sorprendido y aun sin asimilar lo que
había ocurrido y quien era en realidad el ser que conocía como un adquisidor
rebelde.
Keegan se giró hacia la puerta del
almacén B47, y se concentró, cerrando los ojos y alargando su brazo. Y como si
sus dedos controlaran la naturaleza hizo que varios contenedores se elevaran de
las estanterías y se colocaran en uno de los módulos de carga que había en la
entrada. Ahora conocía las ubicaciones de lo que necesitaba, las había visto al
sondear aquel repugnante oficial del OSI, incluyendo el de aquel que le había
mostrado la Visión de la Fuerza. Al final la búsqueda había sido más sencilla
de lo que había predicho Lweston. Cuando el módulo estuvo completo se alzó y
empezó a avanzar, como movido por unos hilos invisibles, hacia el exterior del
edificio, pasando junto a la lanzadera, pasando por debajo de esta y
acoplándose en el hueco inferior, escuchándose el chasquido de los fijadores y
las mangas umbilicales.
Después miró a Slonda y este se
limitó a asentir con rapidez. Los dos rebeldes cogieron por los hombros a
Lweston y lo introdujeron en el interior. Merecía que fuera enterrado con
respeto y honor entre aquellos que habían decidido, como él, luchar contra el
mal que encarnaba el Imperio de Palpatine. Después se sentaron frente a los
controles de la cabina, con el adquisidor en el asiento del piloto. Cerraron la
rampa de acceso y la nave se elevó, pero se detuvo a varios metros por encima
de la instalación.
La Fuerza permitía hacer grandes
cosas: un ser pequeño podía levantar una nave espacial del fondo de un pantano
o levitar rocas desprendidas para abrir una ruta de escape. Pero también podía
hacer cosas pequeñas como abrir un cerrojo magnético, o romper una pieza de un
comunicador. Él había sondeado el control del acceso del almacén B47 para
provocar la descarga eléctrica que había abierto la pesada puerta, inutilizado
la alarma y había inutilizado a los droides asesinos BT-1 que custodiaban el lugar. En aquel momento hizo lo mismo,
concentrándose en el almacén A08, del que había visto su inventario mientras
estaban en la sala del control. Encontró la estructura, atravesó las paredes y
recorrió los pasillos hasta localizar la estantería metálica donde estaban las
cajas que contenían las bombas de protones para los bombarderos TIE.
No era como leer las etiquetas, más era como saber qué tipo de materia formaba
el interior de cada caja para conocer su contenido. Y allí había cientos de
aquellas bombas esféricas. Podía ver el simple mecanismo de ignición. El
detonador de implosión cilíndrico se introducía en la cámara esférica de neuranium, donde se encontraba el
pequeño corazón de un reactor que generaba los protones que provocaban la
pequeña detonación nuclear. Solo tenía que modificar las fuerzas físicas y
empujar aquellos cilindros de una, una docena o un centenar de aquellas bombas
y se generaría una energía destructiva de partículas subatómicas de alta
velocidad. Una bola de fuego se extendería por todo el recinto, alcanzaría la
guarnición, el espacio puerto, y una pequeña parte de la ciudad. La
contaminación generada por la explosión se añadiría a la que ya existía en la
atmósfera, por lo que nadie notaría la diferencia. Sabía que se producirían
víctimas civiles, miles de inocentes perecerían, pero el Imperio jamás sabría
lo que se habían llevado en las últimas horas en aquel lugar. Ni la
desaparición del material, ni la muerte de los agentes del OSI, ni que el
valiente superintendente Lweston se había sacrificado con un rayo de esperanza
en su mirada. Y recordó lo que había sentido en la estación de transmisiones de
Delaya, el tercer planeta que
orbitaba a la estrella de Alderaan.
Millones de seres se apagarían en un instante en unas semanas. Pero un nuevo
anhelo por un futuro mejor renacería de las cenizas. Lo notaba en los sutiles
cambios de la Fuerza. Por fin la profecía que se había predicho, entre otros
muchos por su maestro sabio Nalok, sobre el equilibrio de la Fuerza empezaba a
fraguarse. Las piezas, tiempo atrás, colocadas sobre el tablero de la Galaxia,
se empezaban a mover, y una pequeña jugada le estaba reservada a él. Pero aún
no. Por ahora solo era una nueva esperanza.
– ¿Estamos esperando algo, señor? –
preguntó Slonda con un tono de respeto que no había tenido antes, aunque sin
poder ocultar su nerviosismo. La lanzadera estaba suspendida sobre la
instalación enemiga, a la vista de todos los soldados y técnicos alertados por
el ataque en el espacio.
La Fuerza era un poder omnipresente
en todo el universo, que para aquellos que eran sensibles a ella podían usar.
No solo la templanza, el equilibrio, o las emociones determinaban su balance,
sino también para qué se usaba: el bien o el mal, y cómo se usaba servía para
determinar si aquel ser servía al Lado Luminoso, o al Lado Oscuro. Era
un complejo equilibrio, por tanto lo que debía hacer le alejaría del Lado
Luminoso, a pesar que era necesario para que Lord Darth Sidious no supiera que ahora la Alianza tenía en su
poder las terminales descodificadas, ni que él tenía un objeto mucho más
valioso y antiguo. Tras lo que iba a hacer sabía que ya no podría ser nunca un Caballero Jedi, pero ese sacrificio era
necesario para que la oscuridad se extinguiera y regresara el Equilibrio de la
Fuerza y junto a esta la paz y la justicia a la galaxia.
Keegan asintió en silencio, movió
los controles para que la nave empezara a tomar altura mientras los cuatro
alerones estabilizadores se desplegaban a los lados del fuselaje, cuales alas.
Slonda entonces observó como el adquisidor activaba los escudos y transfería
gran parte de la energía hacia estos. ¿Por qué estaría frenando el ascenso si
lo importante era alejarse de allí con rapidez? Se preguntó, y pocos segundos
después una luz cegadora, blanca y brillante se elevó desde la superficie que
estaban dejando atrás. Por un instante la contaminación de Pas’jaso pareció
disolverse, como si los rayos de su estrella hubieran penetrado a través de su
atmósfera y el cielo se aclaró. Unos segundos después la onda expansiva les
alcanzó, zarandeando la nave con violencia, aunque gracias al firme pilotaje de
Keegan apenas sí les afectó en su rumbo de ascenso. Detrás de ellos una bola de
fuego se extendía en la capital en decadencia. La blanquecina luz desapareció
al salir al espacio exterior y mostrar la oscuridad salpicada de estrellas.
Desactivaron los escudos y transfirieron toda la potencia a los motores que les
alejaron del pozo gravitacional en dirección contraria a los combates que se
estaban librando en la órbita, para saltar al hiperespacio sin perder tiempo.
El Resplandeciente
– Van a machacarlos – dijo Zahn
entre dientes.
Estaban en la cabina de la nave, con
Ajaan en los mandos y Jorel, el joven copiloto, sentado junto al iktotchi. El resto de la tripulación,
que en total sumaban ocho personas, estaba en sus puestos de combate.
Habían calculado la posición de la
fuerza imperial y se habían acercado para investigar, descubriendo el potente
grupo naval. Con aquellos dos destructores clase Imperial la fuerza rebelde
iba ser destruida, y con el Immobilizer 418 impedirían cualquier
escapatoria. Regresaron a Pas’jaso para intentar advertir a los primeros cazas
de la trampa, pero sabían que era una tarea inútil. Primero desconocían la
frecuencia en que estos se comunicaban y según los protocolos de ataque de la Alianza tampoco podían responder a
ninguna transmisión sin el código específico, que como el Resplandeciente solo tenía que haber registrado las comunicaciones,
no poseía. Así que llegaron a la órbita del planeta antes del ataque, fingiendo
tener el multiplicador de hiperespacio
dañado. Como no tenían autorización, ni se esperaba su llegada, las autoridades
civiles les darían una posición de espera hasta la llegada de una patrullera
aduanera que les registrara para darles permiso para aterrizar. Eso nunca
sucedería, ya que pocos minutos después de su llegada se inició el ataque.
Eso les permitía estar en el sistema
para advertir a las naves más grandes que llegarían poco después. Con estos sí
podían comunicarse y les advertirían de la llegada de la fuerza enemiga, y con
suerte podrían escapar de la trampa sin entrar en combate. Pero las
comunicaciones fueron interferidas y no lograron advertir de la trampa que se
avecinaba. Desde entonces se habían convertido en espectadores pasivos de lo
que les rodeaba.
– Si la Estrella Lejana logra sobrepasar el destructor Victory, se
encontrará con los dos cruceros Strike – comentó Ajaan observando
como las naves imperiales se estaban
colocando en posición, mientras se iniciaba el combate junto a la luna. El resto
de la fuerza naval se dirigía hacia el destructor Imperial situado entre el planeta y su satélite, lejos de su
posición.
– Si pudiéramos disparar nuestros misiles de impacto… podría darles una
buena paliza y salvar a nuestros pilotos – pensó en voz alta Jorel.
– ¿Cuántos tenemos? –preguntó
entonces Zahn. Sabía que habían instalado las rampas, pero no le había
preocupado saber cuántos tenían a bordo.
– Su alcance es muy limitado (2) – respondió Jorel sorprendido
porque alguien se hubiera tomado en serio su idea. Sabía que si intentaban
acercarse serían detectados y destruidos –. No podríamos acercarnos a esos
cruceros sin que nos barrieran de la faz de la estrellas.
– Tenemos ocho ST2 – dijo Ajaan
viendo en la mente de Zahn su ingenioso plan.
– ¿Crees que podemos hacerlo? –
preguntó el antiguo agente del ubictorado
mirando al iktotchi y por primera vez no le importó que fuera telépata y pudiera conocer sus
pensamientos, ya que así no tenía que explicarle su idea, y no había tiempo
para discusiones.
– Solo espero que tengamos tiempo –
dicho lo cual el iktotchi se levantó del asiento del piloto y salió de la
cabina en dirección a las cubiertas inferiores seguido de Zahn.
– Dile a No’hg y a Ni’gh que vayan a
la sala de descodificación – dijo Ajaan pasando junto a Al-Ger-To –. ¡Que todos
vayan allí!
– ¡He! ¿Ha donde vais? ¿Qué vais a
hacer? – dijo Jorel sin comprender nada.
Los lanzadores de misiles habían
sido instalados en la parte inferior del casco, en una plataforma retráctil que
coincidía con la estancia anterior del comedor, al principio de la parte romboidal
central del casco, con un revestimiento para que no fueran detectados. Ajaan se
dirigió hacia la apertura de recarga de los misiles. Los técnicos de la Alianza
así lo habían preparado, para ocultar cualquier indicio de su existencia a los
sensores ópticos de cualquier fuerza hostil. Con ayuda de los silenciosos
ingenieros polis massanos No’hg y
Ni’gh abrieron las compuertas y empezaron a extraer los proyectiles, cada uno
de los cuales medía un metro de largo y tenían un peso considerable, por lo que
tenían que llevarlos uno a uno hasta la parte lateral del casco donde se
encontraban las cápsulas de escape. Mientras los transportaban hacia allí les
habían explicado el plan de colocar cuatro misiles en cada cápsula para
alzarlas en dirección a los cruceros Strike.
– ¿No lo detectarán esos dos
cruceros que se acercan dos cápsulas? – preguntó con timidez el artillero humano
Lanket mientras estaban trasladando uno de los misiles.
– Los sensores imperiales estarán
más centrados en detectar emisiones de energía de alta potencia, como la que
usan los escudos o armas – explicó Zahn –. Por supuesto que detectarán las
cápsulas en su aproximación, pero no las valorarán como una amenaza de riego
alto. Las clasificarán como restos de la batalla expulsados por una explosión o
que son lo que son: cápsulas de escape, y que serán detenidas por sus escudos
sin problemas. Se necesitaría un técnico para confirmar que en su origen no ha
habido ninguna nave destruida. Pero estos están concentrados en el combate que
se libra junto a la luna. No creo que descubran que ocurre hasta que estallen
en sus narices.
– Necesitaremos un detonador –
indicó Al-Ger-To mientras trasladaban los proyectiles hacia la segunda cápsula.
– Uno remoto los haría detonar en el
momento adecuado – indicó Clog, el espigado y verde ingeniero verpine.
– La interferencia impedirá su
activación – le recordó Zahn que cogía el proyectil que había traído el cereano
hacia el interior de la cápsula, depositándolo en el suelo, junto a los otros
tres misiles.
– Lo haremos con un temporizador –
confirmó Ajaan.
– Si las cápsulas van a la velocidad
que tiene que ir… Tendrá que detonar en tres minutos – indicó Al-Ger-To
haciendo el cálculo rápidamente con su cerebro binario.
No’hg conectó el rudimentario
datapad con cuatro cables conectados a los paneles de control de los misiles,
mientras el cereano hacía lo propio en el otro.
“Servirá”
indicó el pequeño ingeniero polis massano comunicándose telepáticamente con
Ajaan y salió de la cápsula. Zahn cerró la compuerta. Al-Ger-To salió por su
parte de la otra cápsula y él mismo cerró el acceso.
Le habían explicado el plan a Jorel
mientras trasladaban los proyectiles por los corredores, colocando el Resplandeciente en la posición correcta
para lanzar las cápsulas hacia los dos cruceros Strike, lo más cerca posible de ellos para no delatarse. Podía ver
como el destructor Victory empezaba a
moverse empujado por el ataque de cazas de la Alianza. Habían querido lanzar
las cápsulas antes, pero el traslado de los ocho misiles se había prolongado
más de lo que pensaban.
Sin más preámbulos apretaron, al
unísono Ajaan y Zahn, los controles manuales de lanzamiento de las cápsulas. El
veterano crucero Consular se
estremeció como si fuera a partirse en dos, pudiendo ver como salían disparadas
hacia el espacio negro y oscuro tras una nube de gas de los propulsores. A lo
lejos podían ver la ovalada superficie de la luna de Pas’jaso, y antes de
llegar dos figuras alargadas de sus objetivos. No eran muy grandes y tenían una
forma de gusanos, pero estaban esperando para atacar a sus compañeros y eran
tan peligrosos como un dragón krayt
de Tatooine.
– Que la Fuerza nos acompañe – deseó
Ajaan.
Zahn le miró y pensó en la mística
que rodeaba la Fuerza y de lo poco que le había servido a la Orden Jedi cuando Palpatine les aniquiló el último día de las Guerras Clon. Bajo la Orden 66 habían sido asesinados por los
soldados clon que ellos mismo
lideraban en la lucha que se libraba a lo largo de toda la galaxia. Esa fe solo
servía para mantener esperanzas, sueños vanos de libertad que solo habían
conseguido derramamiento de sangre y sufrimiento.
Y nada más salir estas toda la
tripulación se dirigió hacia la cabina de mando. No querían perderse el
espectáculo de ver su obra lograr su objetivo. El iktotchi se sentó en los
controles del co-piloto y Zahn se apoyó en el reposa cabezas de su asiento. Al-Ger-To
lo hizo detrás de Jorel y el resto intentaban ver cómo podían.
– Espero que no te equivocaras en
tus cálculos – le dijo Jorel al careano.
– Solo espero que no te confundieras
a darme la distancia – replicó este altivo. Su cerebro binario le permitía ser más
fiable y rápido que muchos ordenadores. O por lo menos igual de eficaz.
En la pantalla situada en la parte
superior en la cabina de pilotaje Jorel había conectado los sensores de la nave
y podían seguir la batalla.
– El destructor Victory acelera, está dejando el camino libro para que la Estrella Lejana se encuentre con esos
dos Strikes… – explicó Ajaan.
– Ya casi han pasado tres minutos –
comentó Jorel con notable tensión.
– Los blancos no parecen advertir
las cápsulas – indicó Al-Ger-To observando los sensores –. Detonación en
cinto…tres… dos… uno…
Una explosión blanca y redonda
iluminó el firmamento allí donde se encontraba la popa del primer Strike. En aquel momento, cuando la nave
estaba a punto de entrar en combate contra los rebeldes que le venían de
frente, era posiblemente la zona más vulnerable, al concentrar la energía en
los escudos frontales. Poco después una segunda bola de brillante energía
aparecía junto a la parte central del segundo crucero. Desde aquella distancia
no podía distinguir mucho sobre el resultado de su acción, hasta que la
telemetría de los sensores empezó a recibir información.
– Han alcanzado a los cruceros,
detecto un notable descenso de la energía de sus escudos en el primero de ellos
– informó Ajaan –. El segundo no ha sido tan afectado.
– ¡Lo hemos conseguido! – exclamó
Jorel con visible alegría.
– Se aproximan los primeros cazas,
abren fuego contra los cruceros – prosiguió el iktotchi con calma –. La Estrella Lejana está disparando sus turbolásers sobre las naves imperiales.
Una de ellas se retira. La otra vira para alejarse y cubrir a s
– ¡Lo hemos logrado! – gritó
Al-Ger-To y toda la tripulación empezó a corear el triunfo.
Ajaan se giró hacia Zahn y
simplemente esgrimió una sonrisa en sus labios y asintió con agradecimiento.
– Es hora de irnos – indicó entonces
Zahn con satisfacción. Ya habían hecho los cálculos del salto hiperespacial,
activaron los motores, enfilaron la nave y las estrellas se convirtieron en un
remolino de luz infinito.
Y ahora la
conclusión…
Jedi Perdido.
Rayo de Esperanza 8
Notas de
producción:
(1) Para conocer la
historia de Keegan podéis leer el primer relato del Jedi Perdido, Adquisidores 1.
(2) Según el libro La Nueva Guía esencial de armas y tecnología,
estos misiles tendrían un alcance de
700 metros. Lo cual resulta en extremo ridículo.
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