sábado, 1 de septiembre de 2018

Jedi Perdido. Rayo de Esperanza 7


Planeta imperial Pas’jaso

            La luz diurna del Pas’jaso era extraña. A pesar que su sol era una brillante estrella amarilla, sus rayos no lograban atravesar la verduzca capa de contaminación, por lo que parecía que estuvieran en un crepúsculo eterno hasta que llegaban las sombras de la noche. Por eso las luces del recinto estaban siempre encendidas, proyectando extrañas sombras de perturbadoras formas por culpa de las espesas nubes y neblinas de humo y gases. Bajo aquellas sombras el almacén B47 era igual que el del resto de la instalación, aunque no tenía su nombre escrito sobre la puerta de entrada, solo un símbolo hexagonal, que le recordó a Keegan al efecto de un cristal kyber facetado, el mismo que llevaban los corazones de los sables de luz, cruzado por una especie de estrella o brillo: la Iniciativa Tarkin.
            Frente al edificio habían aparcadas dos lanzaderas de carga clase Zeta, que Slonda se apresuró a inspeccionar para comprobar si podían utilizar una de ellas para salir del planeta. Descubriendo que la primera de ellas contaba con combustible y estaba lista para partir, aunque no tenía el característico contenedor de carga naranja acoplado bajo su panza. Con el soporte vital del interior de la lanzadera ya no necesitaba aquella incómoda máscara, se la quitó y recuperó su aspecto natural con sus facciones arrugadas y piel oscura, con el que se encontraba más a gusto. Se había preocupado al ver que Desona dejaba aquel mundo sin ellos, aunque confiaba que Keegan lograría encontrar un transporte. Era el mejor adquisidor que había conocido, y tenía la fama de conseguir siempre lo que fuera necesario para completar la misión. Como así había sido. Inspeccionó los controles de aquel transbordador, para el que se necesitaba una autorización oficial del Ministerio Espacial para manejarlos. Había aprendido a pilotar en Zolan, su mundo natal, y durante los años que había servido en las diferentes fuerzas policiales y ahora en la Alianza había mejorado sus habilidades, no obstante nunca había llevado una de estas. Sabía que eran grandes, lentas, pesadas, difíciles de controlar sin las condiciones climatológicas perfectas y poco maniobrables en vuelo. No dudó y encendió los motores.
            Frente al almacén B47 Lweston estaba al lado del adquisidor temblando de puro miedo, mirando un lado al otro en busca de una legión entera de soldados de asalto que llegara para arrestarles o matarles.
            – Es muy peligroso, deberíamos marcharnos ahora que ya hemos completado la misión – repitió por centésima vez. Keegan volvió a ignorarle como todas las ocasiones anteriores. Pero en aquel momento el rebelde parecía estar en trance, mientras permanecía con la mirada fija en la cerradura electrónica.
            En ese momento una atronadora sirena empezó a resonar por todo el recinto.
            – Es el ataque espacial, ha empezado – comentó Lweston mirando hacia el cielo, como si pudiera ver a través de la máscara y la atmósfera contaminada lo que estaba sucediendo a miles de metros sobre su cabeza.
            » Deberíamos marcharnos – insistió con un pánico que no podía ocultar su tono de voz.
            Instantes después los cazas TIE estacionados en el planeta despegaron y sus motores iónicos se escucharon mientras aceleraban en dirección hacia la atmósfera. Mientras que en la superficie los guardias tomaban posiciones defensivas en el perímetro del recinto, de la guarnición y del espacio puerto en previsión de un ataque terrestre. Los soldados de Palpatine siempre seguían el protocolo, así que nadie estaría atento a lo que ocurría en el interior del depósito logístico.
            En ese momento las luces de la capital, que podían verse más allá del alto muro que rodeaba el complejo, se apagaron. Era el resultado de la colocación, el día que habían llegado al planeta, por parte de Slonda y Liana, de una serie de detonadores termales en los conductos de energía que alimentaban la ciudad. Cuando se había construido aquel lugar para el Ejército Republicano se había conectado esta al sistema de energía del planeta y desde entonces no se había modificado. Al eliminar la energía exterior, la guarnición utilizaría sus propios reactores para activar sus escudos deflectores. Hiendo que la base logística haría lo propio con sus generadores independientes. Los cuales estaban controlados desde la torre de control de droides que los rebeldes acababan de dejar, con un virus informático que los desactivaría cuando llegaran los cazas ARC-170.
            Keegan alargó la mano hacia el control de la puerta, haciendo que el pulso de su acompañante se acelerara y sus ojos se abrieran como platos. Este, de manera instintiva acercó la mano a la pistola blaster que llevaba al cinto. Era un administrativo, un burócrata que jamás había usado un arma en toda su vida, salvo en las obligatorias prácticas de tiro. Aun así tenía la certeza que ese día iba a tener que usarla, porque estaba convencido que en unos minutos llegarían los agentes del OSI.
            Pero para su sorpresa cuando la puerta empezó a abrirse no se escuchó ninguna alarma. Salvo la que sonaba ya por culpa del ataque rebelde. Keegan entró en las sombras del interior del almacén, seguido por Lweston que no dejaba de mirar nervioso hacia la mole en sombras del edificio de la guarnición que se alzaba más allá de los almacenes.
            Su interior no se diferenciaba de ningún otro del mismo complejo logístico. Había una serie de estanterías de duracero que llevaban hasta el techo con el espacio para que pasara el droide de carga para coger los contenedores que había situados en cada nivel. La mayoría de los cuales estaban llenos, lo que demostraba su constante uso y por tanto la naturaleza prioritaria de aquel remoto lugar para los organismos más importantes del Imperio. En la parte de recepción de mercancías había contenedores de carga modulares pintados de color naranja, algunos vacíos y otros a medio completar. A los lados de la entrada había varios droides astromecánicos, parecidos a la serie R4, pero pintados de negro, que parecían estar desactivados.
            – ¿Cómo cree que va a encontrar lo que usted quiere? – le increpó Lweston con un ademán que mostraba las oscuras hileras de estanterías repletas de contenedores, arcones de transporte y cajas de sello magnético –. No sabemos dónde está eso que busca. Es como encontrar una aguja en un pajar.
            Cuando el intendente había buscado la ayuda de Slonda para no ir hasta allí, el adquisidor le había explicado al clawdite que en aquel lugar se encontraba un equipo descodificador de alto nivel, algo que la Alianza no había tenido nunca a su alcance y con el que conseguirían una considerable ventaja frente a su enemigo. El infiltrador no se lo había pensado dos veces y ahora se encontraban en aquel lugar.
            – Ya están aquí – dijo entonces Keegan.
            – ¿Quiénes están aquí? – preguntó confundido Lweston.
            – Los hombres que le matarán – dijo con una tranquilidad que al superintendente le heló la sangre –. Le prometo que cuidaré de su familia.
            – ¿Qué? – farfulló este que sacó su blaster y miró hacia el exterior del almacén. A través de la puerta podía ver dos patrulleros aéreos que se acercaban, saliendo de entre la neblina de contaminación.
            » ¡Me ha vendido! – le acusó con el rostro desencajado por el miedo.
            – Estaba predestinado que ocurriera así – respondió con calma Keegan.
            Lweston no respondió, saliendo del almacén hacia la lanzadera donde esperaba que su blindaje le protegiera o escapar con ella. Cuando los patrulleros le vieron aparecer dispararon sus cañones bláser, que alcanzaron el asfalto del suelo, obligándole a lanzarse al suelo, pero sin alcanzarle.
            Los dos patrulleros se posaron frente a la entrada, a la altura de la segunda lanzadera estacionada junto al almacén B47, por lo que Slonda no podía usar las armas situadas en las alas de la que ocupaba, ya que estas solos disparaban hacia delante. Podía permanecer a los mandos y pilotarla cuando sus dos compañeros llegaran a esta. Pero no era de los que se quedaban esperando.
            El desertor imperial se levantó del suelo, mientras los soldados de la muerte, con sus siniestras armaduras negras, descendían de los vehículos. Apuntaron con sus rifles y dispararon, mientras Lweston devolvía el fuego llevado por el pánico, por puro instinto de supervivencia, sin apuntar siquiera.
            Keegan observó cómo aquellos soldados de élite descendían de los transportes y se parapetaban en entre estos para protegerse y apuntar mejor. Por lo que sabía de aquella unidad espectral, eran los guardaespaldas y protectores de las operaciones, los lugares clave y altos cargos del Imperio: como aquel anodino almacén.
            Nunca había sido muy diestro con el sable de luz, a pesar de los esfuerzos de su amigo Whie Malreaux, con el que compartía habitación en el Templo Jedi y con quien hacía prácticas extras de esgrima. En aquella época su maestro le hacía meditar para evitar que la Fuerza le hiciera ver el destino de sus amigos y conocidos. Pensaba que Nalok quería protegerle de las muertes que estaba sufriendo la Orden en la guerra contra los Separatistas. Hacía tiempo que había comprendido que lo hacía para que no viera el destino de todos aquellos que iban a caer bajo la venganza de los Sith. Por eso no tuvo la visión de que su amigo moriría a manos de Lord Darth Vader en su asalto al Templo. Desde entonces no había tenido a nadie que le ayudara a practicar con el sable, por lo que continuaba sin ser diestro con este. (1)
            Aunque sí había desarrollado otras habilidades.
            Sondeó lo que le rodeaba, buscando los comunicadores de los patrulleros y los que llevaba cada individuo en su caso. Siempre estudiaba los planos y diagramas del equipo imperial, conociendo así la ubicación de los elementos más susceptibles de sabotear. Después solo tenía que enfocar su mente para localizarlos, como si de un zoom que pudiera atravesar los objetos se tratara. Como en aquel momento. Solo tuvo que centrarse en cambiar la presión de la atmósfera que los rodeaba, lo suficiente para aplastarles como si aquel minúsculo espacio de aire pesara una tonelada de acero. O sobrecargar las placas holográficas de sus matrices y cortocircuitarla. Y en un instante ya no podían informar de lo que estaba ocurriendo.
            Salió caminando con la serenidad y el balance que solo tenía cuando estaba en armonía con la Fuerza. Esta fluía a través de él, podía sentir todas las cosas que le rodeaban, desde aquellos soldados engañados por las mentiras que les decían sobre el Nuevo Orden y entrenados fanáticamente para luchar por el Emperador. Notaba la energía del magma moviéndose a miles de metros bajos sus pies, más allá de corteza exterior. Podía sentir los seres vivos que habitaban aquella ciudad, incluso podría ver cómo había sido aquel mundo antes de que la contaminación matara su flora y su fauna. Y como algunas pocas especies, como gusanos y pequeños insectos, habían logrado refugiarse bajo la superficie y habían sobrevivido. Aquel sí era el verdadero poder de la Fuerza Viva que lo rodeaba todo y él la sentía al ser un individuo sensible a esta.
            Se plantó frente a la puerta cuando Lweston caía alcanzado junto a la rampa de la lanzadera, donde Slonda se había acercado y disparaba contra los imperiales con su blaster.
            Uno de ellos se percató que estaba parado frente al almacén y cambió la dirección de su arma para abatir al recién llegado. En ese instante Keegan activó sable de luz, cuyo filo verde brillante brotó del extremo de la empuñadura y desvió la energía hacia la pared más cercana. Alertados por aquello, el resto de sus compañeros cambiaron el blanco y también abrieron fuego sobre él. Desviar y hace rebotar la energía era la mejor manera de defenderse, alguien muy habilidoso podía hacer que estos se volvieran hacia los soldados, matándoles con sus propios disparos. Era la única técnica que había practicado algunas veces gracias a droides, aun así no era muy hábil para redirigir el fuego. Además una docena de buenos tiradores como los soldados de la muerte que tenía delante hacía muy difícil aquello. Podría cargar y luchar cuerpo a cuerpo. A su favor contaba con que sus adversarios no estarían habituados a participar en combates con sables de luz, que en aquellos momentos de la historia de la galaxia eran tan poco usuales. Pero eran demasiados y tampoco tenía mucho tiempo.
            Por lo que pensó otra manera de deshacerse de sus enemigos, agrupados entre los dos transportes.
            Mientras desviaba los haces de energía, se concentró en el vehículo de la derecha. Empezó a temblar, como si se resistiera a incumplir las leyes naturales de la física. Pero la Fuerza era poderosa en él y fluía en Keegan con facilidad y como si hubiera tenido un muelle debajo o un resorte, el patrullero se desplazó con suma rapidez y violencia contra el otro, convirtiéndose, en solo un instante, en un amasijo hierro, aplastando a casi todos los seres que se habían parapetado entre ellos, incluidos los pilotos que aún estaban en su interior.
            Uno de los soldados, que se encontraba en la popa del primer patrullero y que no había sido alcanzado por el impacto, tiró el arma al suelo y empezó a correr alejándose, pero Slonda acabó con él.
            Keegan no desactivó el sable mientras se acercaba a los restos estrujados en que se habían convertido los dos patrulleros. Detrás de estos aún quedaba un ser vivo. Llevaba puesto un uniforme blanco del OSI, descuidado y arrugado y su mano temblorosa se alzaba como si así pudiera protegerse. Estaba desconcertado sobre lo que había ocurrido, su pecho se alzaba y descendía con rapidez, el sudor le caía por la frente y su mirada estaba desorbitada detrás de la amplia máscara que llevaba puesta, incapaz de moverse por el pánico.
            – Por favor… por favor… – suplicó en busca de clemencia en un susurro sin apartar la vista de su adversario. En sus ojos había pánico, como nunca antes había experimentado.
            Su corrompida mente era débil y fácil de penetrar. Supo que el Imperio estaba advertido del ataque de los cazas y naves de combate rebeldes. Pero no conocían aquella parte del plan, ni el bombardeo no se iba a producir allí. El adquisidor alzó la mirada de  manera instintiva: en el espacio los combates ya había empezado, donde la Luz luchaba contra las fuerzas del Lado Oscuro, y podía notar como vidas luminosas se apagaban y se fusionaban con la Fuerza en el sacrificio supremo. Volvió de nuevo la mirada hacia aquel hombre. Y pudo ver la tortura al tendero chevin que había liderado la semana anterior solo porque se había quejado de los impuestos. Aquel ser despreciable había disfrutado al aplicarle las corrientes eléctricas durante horas mientras se reía, obligando a que sus hijos vieran como era torturado su padre. Y pudo sentir el miedo de la joven chica que había secuestrado y violado un mes atrás. No quiso saber más, simplemente alzó su sable con un gesto y le decapitó con tanta rapidez que este no supo que había muerto mientras su cabeza y su brazo rebotaban sobre el pavimento de la instalación logística de Pas’jaso. Aquella ejecución no había sido un acto de venganza, ni de resentimiento u odio, simplemente de justicia hacia las víctimas inocentes que había asesinado aquella bestia.
            Regresó caminando hacia la lanzadera, donde Slonda estaba arrodillado junto al cuerpo de Lweston, que permanecía sentado, con la espalda apoyada en la rampa. Su mirada estaba clavada en el adquisidor, mientras cada vez le costaba más respirar. En su pecho la tela chamuscada de su uniforme revelaba que le habían alcanzado en un pulmón, cerca del corazón. El antiguo alumno jedi podía notar como la Fuerza, que todo lo rodeaba, se disipaba junto a su vida.
            Desactivó el sable, arrodillándose al llegar a su lado para cogerle la mano como a un viejo amigo.
            – Es… eres… un ca… caballero… jedi… – dijo con dificultad y en su mirada ya no había miedo, ni resentimiento, solo algo que podía considerarse como esperanza.
            – Solo un simple pádawan que no terminó su entrenamiento – respondió Keegan en un susurro a modo de disculpa. Se concentró para mostrarle la visión que había tenido de sus hijos, que crecerían felices y seguros en un mundo refugio de la Alianza. Fue más allá para que viera como su hijo vestiría un traje de vuelo naranja de la Resistencia y luchaba contra la Primera Orden recordando el heroísmo de su padre caído en otra guerra, y nunca olvidado. Lweston arqueó los labios en una sonrisa e instantes después su cabeza cayó sin vida con suavidad, exhalando su último aliento y su pecho dejó de moverse, con los ojos aun abiertos.
            La muerte del superintendente la había visto en sus premoniciones y sabía que era una de aquellas cosas que no podía cambiarse hiciera lo que hiciera. Así que lo único que pudo ofrecerle fue darle aquella visión y que supiera en el último instante que su sacrificio no había sido en vano. Le quitó la máscara y con delicadeza le cerró los párpados.
            Al levantarse observó cómo Slonda le miraba con sus grandes ojos abiertos, sorprendido y aun sin asimilar lo que había ocurrido y quien era en realidad el ser que conocía como un adquisidor rebelde.
            Keegan se giró hacia la puerta del almacén B47, y se concentró, cerrando los ojos y alargando su brazo. Y como si sus dedos controlaran la naturaleza hizo que varios contenedores se elevaran de las estanterías y se colocaran en uno de los módulos de carga que había en la entrada. Ahora conocía las ubicaciones de lo que necesitaba, las había visto al sondear aquel repugnante oficial del OSI, incluyendo el de aquel que le había mostrado la Visión de la Fuerza. Al final la búsqueda había sido más sencilla de lo que había predicho Lweston. Cuando el módulo estuvo completo se alzó y empezó a avanzar, como movido por unos hilos invisibles, hacia el exterior del edificio, pasando junto a la lanzadera, pasando por debajo de esta y acoplándose en el hueco inferior, escuchándose el chasquido de los fijadores y las mangas umbilicales.
            Después miró a Slonda y este se limitó a asentir con rapidez. Los dos rebeldes cogieron por los hombros a Lweston y lo introdujeron en el interior. Merecía que fuera enterrado con respeto y honor entre aquellos que habían decidido, como él, luchar contra el mal que encarnaba el Imperio de Palpatine. Después se sentaron frente a los controles de la cabina, con el adquisidor en el asiento del piloto. Cerraron la rampa de acceso y la nave se elevó, pero se detuvo a varios metros por encima de la instalación.
            La Fuerza permitía hacer grandes cosas: un ser pequeño podía levantar una nave espacial del fondo de un pantano o levitar rocas desprendidas para abrir una ruta de escape. Pero también podía hacer cosas pequeñas como abrir un cerrojo magnético, o romper una pieza de un comunicador. Él había sondeado el control del acceso del almacén B47 para provocar la descarga eléctrica que había abierto la pesada puerta, inutilizado la alarma y había inutilizado a los droides asesinos BT-1 que custodiaban el lugar. En aquel momento hizo lo mismo, concentrándose en el almacén A08, del que había visto su inventario mientras estaban en la sala del control. Encontró la estructura, atravesó las paredes y recorrió los pasillos hasta localizar la estantería metálica donde estaban las cajas que contenían las bombas de protones para los bombarderos TIE. No era como leer las etiquetas, más era como saber qué tipo de materia formaba el interior de cada caja para conocer su contenido. Y allí había cientos de aquellas bombas esféricas. Podía ver el simple mecanismo de ignición. El detonador de implosión cilíndrico se introducía en la cámara esférica de neuranium, donde se encontraba el pequeño corazón de un reactor que generaba los protones que provocaban la pequeña detonación nuclear. Solo tenía que modificar las fuerzas físicas y empujar aquellos cilindros de una, una docena o un centenar de aquellas bombas y se generaría una energía destructiva de partículas subatómicas de alta velocidad. Una bola de fuego se extendería por todo el recinto, alcanzaría la guarnición, el espacio puerto, y una pequeña parte de la ciudad. La contaminación generada por la explosión se añadiría a la que ya existía en la atmósfera, por lo que nadie notaría la diferencia. Sabía que se producirían víctimas civiles, miles de inocentes perecerían, pero el Imperio jamás sabría lo que se habían llevado en las últimas horas en aquel lugar. Ni la desaparición del material, ni la muerte de los agentes del OSI, ni que el valiente superintendente Lweston se había sacrificado con un rayo de esperanza en su mirada. Y recordó lo que había sentido en la estación de transmisiones de Delaya, el tercer planeta que orbitaba a la estrella de Alderaan. Millones de seres se apagarían en un instante en unas semanas. Pero un nuevo anhelo por un futuro mejor renacería de las cenizas. Lo notaba en los sutiles cambios de la Fuerza. Por fin la profecía que se había predicho, entre otros muchos por su maestro sabio Nalok, sobre el equilibrio de la Fuerza empezaba a fraguarse. Las piezas, tiempo atrás, colocadas sobre el tablero de la Galaxia, se empezaban a mover, y una pequeña jugada le estaba reservada a él. Pero aún no. Por ahora solo era una nueva esperanza.
            – ¿Estamos esperando algo, señor? – preguntó Slonda con un tono de respeto que no había tenido antes, aunque sin poder ocultar su nerviosismo. La lanzadera estaba suspendida sobre la instalación enemiga, a la vista de todos los soldados y técnicos alertados por el ataque en el espacio.
            La Fuerza era un poder omnipresente en todo el universo, que para aquellos que eran sensibles a ella podían usar. No solo la templanza, el equilibrio, o las emociones determinaban su balance, sino también para qué se usaba: el bien o el mal, y cómo se usaba servía para determinar si aquel ser servía al Lado Luminoso, o al Lado Oscuro. Era un complejo equilibrio, por tanto lo que debía hacer le alejaría del Lado Luminoso, a pesar que era necesario para que Lord Darth Sidious no supiera que ahora la Alianza tenía en su poder las terminales descodificadas, ni que él tenía un objeto mucho más valioso y antiguo. Tras lo que iba a hacer sabía que ya no podría ser nunca un Caballero Jedi, pero ese sacrificio era necesario para que la oscuridad se extinguiera y regresara el Equilibrio de la Fuerza y junto a esta la paz y la justicia a la galaxia.
            Keegan asintió en silencio, movió los controles para que la nave empezara a tomar altura mientras los cuatro alerones estabilizadores se desplegaban a los lados del fuselaje, cuales alas. Slonda entonces observó como el adquisidor activaba los escudos y transfería gran parte de la energía hacia estos. ¿Por qué estaría frenando el ascenso si lo importante era alejarse de allí con rapidez? Se preguntó, y pocos segundos después una luz cegadora, blanca y brillante se elevó desde la superficie que estaban dejando atrás. Por un instante la contaminación de Pas’jaso pareció disolverse, como si los rayos de su estrella hubieran penetrado a través de su atmósfera y el cielo se aclaró. Unos segundos después la onda expansiva les alcanzó, zarandeando la nave con violencia, aunque gracias al firme pilotaje de Keegan apenas sí les afectó en su rumbo de ascenso. Detrás de ellos una bola de fuego se extendía en la capital en decadencia. La blanquecina luz desapareció al salir al espacio exterior y mostrar la oscuridad salpicada de estrellas. Desactivaron los escudos y transfirieron toda la potencia a los motores que les alejaron del pozo gravitacional en dirección contraria a los combates que se estaban librando en la órbita, para saltar al hiperespacio sin perder tiempo.


El Resplandeciente

            – Van a machacarlos – dijo Zahn entre dientes.
            Estaban en la cabina de la nave, con Ajaan en los mandos y Jorel, el joven copiloto, sentado junto al iktotchi. El resto de la tripulación, que en total sumaban ocho personas, estaba en sus puestos de combate.
            Habían calculado la posición de la fuerza imperial y se habían acercado para investigar, descubriendo el potente grupo naval. Con aquellos dos destructores clase Imperial la fuerza rebelde iba ser destruida, y con el Immobilizer 418 impedirían cualquier escapatoria. Regresaron a Pas’jaso para intentar advertir a los primeros cazas de la trampa, pero sabían que era una tarea inútil. Primero desconocían la frecuencia en que estos se comunicaban y según los protocolos de ataque de la Alianza tampoco podían responder a ninguna transmisión sin el código específico, que como el Resplandeciente solo tenía que haber registrado las comunicaciones, no poseía. Así que llegaron a la órbita del planeta antes del ataque, fingiendo tener el multiplicador de hiperespacio dañado. Como no tenían autorización, ni se esperaba su llegada, las autoridades civiles les darían una posición de espera hasta la llegada de una patrullera aduanera que les registrara para darles permiso para aterrizar. Eso nunca sucedería, ya que pocos minutos después de su llegada se inició el ataque.
            Eso les permitía estar en el sistema para advertir a las naves más grandes que llegarían poco después. Con estos sí podían comunicarse y les advertirían de la llegada de la fuerza enemiga, y con suerte podrían escapar de la trampa sin entrar en combate. Pero las comunicaciones fueron interferidas y no lograron advertir de la trampa que se avecinaba. Desde entonces se habían convertido en espectadores pasivos de lo que les rodeaba.
            – Si la Estrella Lejana logra sobrepasar el destructor Victory, se encontrará con los dos cruceros Strike – comentó Ajaan observando como las naves imperiales se estaban colocando en posición, mientras se iniciaba el combate junto a la luna. El resto de la fuerza naval se dirigía hacia el destructor Imperial situado entre el planeta y su satélite, lejos de su posición.
            – Si pudiéramos disparar nuestros misiles de impacto… podría darles una buena paliza y salvar a nuestros pilotos – pensó en voz alta Jorel.
            – ¿Cuántos tenemos? –preguntó entonces Zahn. Sabía que habían instalado las rampas, pero no le había preocupado saber cuántos tenían a bordo.
            – Su alcance es muy limitado (2) – respondió Jorel sorprendido porque alguien se hubiera tomado en serio su idea. Sabía que si intentaban acercarse serían detectados y destruidos –. No podríamos acercarnos a esos cruceros sin que nos barrieran de la faz de la estrellas.
            – Tenemos ocho ST2 – dijo Ajaan viendo en la mente de Zahn su ingenioso plan.
            – ¿Crees que podemos hacerlo? – preguntó el antiguo agente del ubictorado mirando al iktotchi y por primera vez no le importó que fuera telépata y pudiera conocer sus pensamientos, ya que así no tenía que explicarle su idea, y no había tiempo para discusiones.
            – Solo espero que tengamos tiempo – dicho lo cual el iktotchi se levantó del asiento del piloto y salió de la cabina en dirección a las cubiertas inferiores seguido de Zahn.
            – Dile a No’hg y a Ni’gh que vayan a la sala de descodificación – dijo Ajaan pasando junto a Al-Ger-To –. ¡Que todos vayan allí!
            – ¡He! ¿Ha donde vais? ¿Qué vais a hacer? – dijo Jorel sin comprender nada.
            Los lanzadores de misiles habían sido instalados en la parte inferior del casco, en una plataforma retráctil que coincidía con la estancia anterior del comedor, al principio de la parte romboidal central del casco, con un revestimiento para que no fueran detectados. Ajaan se dirigió hacia la apertura de recarga de los misiles. Los técnicos de la Alianza así lo habían preparado, para ocultar cualquier indicio de su existencia a los sensores ópticos de cualquier fuerza hostil. Con ayuda de los silenciosos ingenieros polis massanos No’hg y Ni’gh abrieron las compuertas y empezaron a extraer los proyectiles, cada uno de los cuales medía un metro de largo y tenían un peso considerable, por lo que tenían que llevarlos uno a uno hasta la parte lateral del casco donde se encontraban las cápsulas de escape. Mientras los transportaban hacia allí les habían explicado el plan de colocar cuatro misiles en cada cápsula para alzarlas en dirección a los cruceros Strike.
            – ¿No lo detectarán esos dos cruceros que se acercan dos cápsulas? – preguntó con timidez el artillero humano Lanket mientras estaban trasladando uno de los misiles.
            – Los sensores imperiales estarán más centrados en detectar emisiones de energía de alta potencia, como la que usan los escudos o armas – explicó Zahn –. Por supuesto que detectarán las cápsulas en su aproximación, pero no las valorarán como una amenaza de riego alto. Las clasificarán como restos de la batalla expulsados por una explosión o que son lo que son: cápsulas de escape, y que serán detenidas por sus escudos sin problemas. Se necesitaría un técnico para confirmar que en su origen no ha habido ninguna nave destruida. Pero estos están concentrados en el combate que se libra junto a la luna. No creo que descubran que ocurre hasta que estallen en sus narices.
            – Necesitaremos un detonador – indicó Al-Ger-To mientras trasladaban los proyectiles hacia la segunda cápsula.
            – Uno remoto los haría detonar en el momento adecuado – indicó Clog, el espigado y verde ingeniero verpine.
            – La interferencia impedirá su activación – le recordó Zahn que cogía el proyectil que había traído el cereano hacia el interior de la cápsula, depositándolo en el suelo, junto a los otros tres misiles.
            – Lo haremos con un temporizador – confirmó Ajaan.
            – Si las cápsulas van a la velocidad que tiene que ir… Tendrá que detonar en tres minutos – indicó Al-Ger-To haciendo el cálculo rápidamente con su cerebro binario.
            No’hg conectó el rudimentario datapad con cuatro cables conectados a los paneles de control de los misiles, mientras el cereano hacía lo propio en el otro.
            Servirá” indicó el pequeño ingeniero polis massano comunicándose telepáticamente con Ajaan y salió de la cápsula. Zahn cerró la compuerta. Al-Ger-To salió por su parte de la otra cápsula y él mismo cerró el acceso.
            Le habían explicado el plan a Jorel mientras trasladaban los proyectiles por los corredores, colocando el Resplandeciente en la posición correcta para lanzar las cápsulas hacia los dos cruceros Strike, lo más cerca posible de ellos para no delatarse. Podía ver como el destructor Victory empezaba a moverse empujado por el ataque de cazas de la Alianza. Habían querido lanzar las cápsulas antes, pero el traslado de los ocho misiles se había prolongado más de lo que pensaban.
            Sin más preámbulos apretaron, al unísono Ajaan y Zahn, los controles manuales de lanzamiento de las cápsulas. El veterano crucero Consular se estremeció como si fuera a partirse en dos, pudiendo ver como salían disparadas hacia el espacio negro y oscuro tras una nube de gas de los propulsores. A lo lejos podían ver la ovalada superficie de la luna de Pas’jaso, y antes de llegar dos figuras alargadas de sus objetivos. No eran muy grandes y tenían una forma de gusanos, pero estaban esperando para atacar a sus compañeros y eran tan peligrosos como un dragón krayt de Tatooine.
            Que la Fuerza nos acompañe – deseó Ajaan.
            Zahn le miró y pensó en la mística que rodeaba la Fuerza y de lo poco que le había servido a la Orden Jedi cuando Palpatine les aniquiló el último día de las Guerras Clon. Bajo la Orden 66 habían sido asesinados por los soldados clon que ellos mismo lideraban en la lucha que se libraba a lo largo de toda la galaxia. Esa fe solo servía para mantener esperanzas, sueños vanos de libertad que solo habían conseguido derramamiento de sangre y sufrimiento.
            Y nada más salir estas toda la tripulación se dirigió hacia la cabina de mando. No querían perderse el espectáculo de ver su obra lograr su objetivo. El iktotchi se sentó en los controles del co-piloto y Zahn se apoyó en el reposa cabezas de su asiento. Al-Ger-To lo hizo detrás de Jorel y el resto intentaban ver cómo podían.
            – Espero que no te equivocaras en tus cálculos – le dijo Jorel al careano.
            – Solo espero que no te confundieras a darme la distancia – replicó este altivo. Su cerebro binario le permitía ser más fiable y rápido que muchos ordenadores. O por lo menos igual de eficaz.
            En la pantalla situada en la parte superior en la cabina de pilotaje Jorel había conectado los sensores de la nave y podían seguir la batalla.
            – El destructor Victory acelera, está dejando el camino libro para que la Estrella Lejana se encuentre con esos dos Strikes… – explicó Ajaan.
            – Ya casi han pasado tres minutos – comentó Jorel con notable tensión.
            – Los blancos no parecen advertir las cápsulas – indicó Al-Ger-To observando los sensores –. Detonación en cinto…tres… dos… uno…
            Una explosión blanca y redonda iluminó el firmamento allí donde se encontraba la popa del primer Strike. En aquel momento, cuando la nave estaba a punto de entrar en combate contra los rebeldes que le venían de frente, era posiblemente la zona más vulnerable, al concentrar la energía en los escudos frontales. Poco después una segunda bola de brillante energía aparecía junto a la parte central del segundo crucero. Desde aquella distancia no podía distinguir mucho sobre el resultado de su acción, hasta que la telemetría de los sensores empezó a recibir información.
            – Han alcanzado a los cruceros, detecto un notable descenso de la energía de sus escudos en el primero de ellos – informó Ajaan –. El segundo no ha sido tan afectado.
            – ¡Lo hemos conseguido! – exclamó Jorel con visible alegría.
            – Se aproximan los primeros cazas, abren fuego contra los cruceros – prosiguió el iktotchi con calma –. La Estrella Lejana está disparando sus turbolásers sobre las naves imperiales. Una de ellas se retira. La otra vira para alejarse y cubrir a s
            – ¡Lo hemos logrado! – gritó Al-Ger-To y toda la tripulación empezó a corear el triunfo.
            Ajaan se giró hacia Zahn y simplemente esgrimió una sonrisa en sus labios y asintió con agradecimiento.
            – Es hora de irnos – indicó entonces Zahn con satisfacción. Ya habían hecho los cálculos del salto hiperespacial, activaron los motores, enfilaron la nave y las estrellas se convirtieron en un remolino de luz infinito.




Y ahora la conclusión…
Jedi Perdido. Rayo de Esperanza 8


Notas de producción:
(1) Para conocer la historia de Keegan podéis leer el primer relato del Jedi Perdido, Adquisidores 1.

(2) Según el libro La Nueva Guía esencial de armas y tecnología, estos misiles tendrían un alcance de 700 metros. Lo cual resulta en extremo ridículo.


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